José María de Pereda
[Nota preliminar: Edición digital a partir de la edición de Madrid, Imprenta y Fundición de Manuel Tello, 1889 y cotejada con la edición crítica de Laureano Bonet (Madrid, Castalia, 1980)].
Quién de los dos empujó primero, yo no lo sé. Quizás fuera el mar, acaso fuera el río. Averígüelo el geólogo, si es que le importa. Lo indudable es que el empuje fue estupendo, diérale quien le diera; es decir, el río para salir al mar, o el mar para colarse en la tierra. Mientras el punto se aclara, supongamos que fue el mar, siquiera porque no se conciben tan descomunales fuerzas en un río de quinta clase, que no tiene doce leguas de curso.
¡Labor de titanes! Primero, el peñasco abrupto, recio y compacto de la costa. Allí, a golpe y más golpe, contando por cúmulos de siglos la faena, se abrió al fin ancho boquete, irregular y áspero, como franqueado a empellones y embestidas. Al desquiciarse los peñascos de la ingente muralla, algo cayó hacia afuera que resultó islote mondo y escueto, y más de otro tanto hacia dentro, en dos mitades casi iguales, que vinieron a ser a modo de contrafuertes o esconzados de la enorme brecha. La labor del intruso para continuar su avance, fue ya menos difícil: sólo se trataba de abrirse paso a través de una sierra agazapada detrás de la barrera de la costa; y forcejeando allí un siglo y otro siglo, buscando a tientas al obstáculo las más blandas coyunturas de su armazón de granito, quedó hecho el cauce, profundo y tortuoso, entre dos altos taludes que el tiempo fue tapizando de césped y bordando de malezas.
Atravesada la sierra, el cauce desembocó en un valle, verde y angosto, encajonado entre ondulantes cerros y colinas, que van escalonándose suavemente y creciendo a medida que se alejan hacia la erguida cordillera que recorta el horizonte con su perfil de jorobas y picachos, de Este a Oeste. Las aguas detenidas un instante al asomar al valle, como para formar allí un remedo de golfo, corrieron hacia la izquierda, lamiendo por aquel lado las faldas del montecillo que las separaba del mar; después retrocedieron súbitamente, describiendo rápida curva sobre la derecha; se deslizaron mansas, tranquilas y en línea recta, a lo largo del valle hasta dar con otro cerro de escarpada ladera; y arrimaditas a él, continuaron corriendo y abriendo cauce tierra adentro, hasta perderse en un laberinto inextricable, cuyos misterios no había penetrado todavía la luz del sol.
Es posible que en aquellas espesuras toparan con el ocioso río dormitando entre sus cañaverales y bajo su espeso dosel de alisos, madreselva y avellanos bravíos; pero lo que no tiene duda, porque bien a la vista está, es que desde entonces, por el mismo cauce que llenan y desocupan dos veces cada día las salobres aguas, salen al Atlántico mezcladas con ellas las insípidas del río, que ha bajado, creciendo poco a poco con ayuda de vecinos y despeñándose a menudo, desde sus pobres fuentes escondidas en un repliegue sombrío de las montañas del fondo.
Este cauce, en su parte recta y más larga, y en sentido opuesto a la línea de la costa, tiene dos grandes derivaciones o caños, que arrancan de él, casi verticalmente, como del tronco las ramas principales; y los caños, a su vez, otras ramificaciones que surcan en varios sentidos la ribera hasta el contorno mismo de la tierra firme; de modo que en las pleamares toda la planicie aparece tijereada y subdividida en islillas verdes, en las cuales pastan los ganados el sabroso liquen que crece entre apiñados haces de finísimos juncos.
De los dos grandes caños que tiene la ría, es el principal, por ancho, largo y practicable, el llamado la Arcillosa, no sé por qué, pues allí no hay señal de arcilla ni de cosa que se le parezca. El hecho es que se llama así, y que en el pueblo que se desparrama a corta distancia de él, le consideran como su puerto de mar los contados labradores que hacen a pluma y a pelo; quiero decir, que así manejan el dalle y tumban un prado en agosto, como cinglan en la chalana y calan la sereña o tienden las redes o arrastran el retuelle por la canal casi enjuta.
Pasan de diez los pueblos que, más de cerca o más de lejos, se miran en las aguas de la ría; y el más grande de todos está encaramado, y como a horcajadas, en el mismo perfil de la costa y sobre su curva más alta. Abajo, muy abajo, está la playa, espaciosa, limpia y abrigada, en la cual mueren blandas y rumorosas hasta las enfurecidas olas que momentos antes, y entre bramidos, se estrellaron en las dunas y en los peñascos de la barra, impelidas por el huracán. Este pueblo, sin dejar de ser terrestre, tiene más alientos y caracteres marítimos que los demás ribereños. Cuenta con un buen número de lanchas de altura, y sus pescadores pertenecen, por tanto, a la desdichada legión de «héroes anónimos», es decir, que son de los valientes que pagan, en la proporción debida, el negro tributo que tan a menudo cobran a los de su oficio las tempestades del Cantábrico. Tiene una delegación, aunque humilde, del ministerio de Marina; y la Hacienda pública, su poco de aduana, que, de vez en cuando, aplica sus ociosos aranceles a las heroicas naves que atraviesan la barra y surcan luego la ría del puerto aquél, al cual puerto, y solamente para los efectos... artísticos de este libro, llamaremos de San Martín, lo mismo que al pueblo a que corresponde; pueblo de notoria importancia en el litoral montañés, a la que no contribuye poco el bien adquirido renombre de su hermosa playa, en la que se zambulle cada verano un buen contingente de la sociedad adinerada, que despuebla, en los meses estivales, por costumbre o por necesidad, las mejores ciudades del interior de España. Casi, casi, es sitio de moda en el Almanaque del turista.
No lo son, ciertamente, las demás aldeas circunvecinas, ni, en rigor de verdad, echan ellas de menos ese timbre vanaglorioso, porque para nada le necesitan. Cuál por empingorotada y descubierta a todos los vientos de la rosa; tal por recogida y acurrucada al socaire de sus arboledas; ésta por agrupadita y cevil; aquélla por desperdigada y montuna; la de acá por «pudiente y hacendosa»; la de allá por todo lo contrario; la de enfrente por lindera del camino real, y la del otro lado por inaccesible y escondida; cada una de ellas, y según propio aserto, con las mozas más garridas, y las mieses más feraces, y las campanas más sonoras, y las fuentes más saludables, y el santo más glorioso, de todas las mozas, de todas las mieses, de todas las campanas, de todas las fuentes de siete leguas a la redonda, y de todos los santos de la cristiandad, se considera como lo mejorcito y más envidiable de España; y en unión de cuanto puede abarcar la vista desde el campanario de la iglesia, el pedazo de tierra más majo de todo el mundo conocido.
Y el caso es que yo mismo ando a dos jemes de creerlo también al pie de la letra, porque verdaderamente es de lo más hermoso que puede imaginarse aquel panorama inundado de luz y de alegría.
Viniendo a lo que importa, o sea a Robleces, la susodicha aldea que considera a la Arcillosa como su puerto natural y propio, y no sin razón puesto que le pertenece, como el del monte comunal, el usufructo de la mitad de la ribera enclavada en su término, conviene saber por ahora que, después de San Martín, es el pueblo de mayor vecindario entre todos los ribereños; que está dividido en tres barrios, separados entre sí por tres mieses, dos llosas, cuatro camberones hondos y una sierra calva; que del barrio más próximo a la ría y llamado de Las Pozas, seguramente por las que en él abundan en invierno, son los únicos anfibios que cuenta el vecindario de todo lugar, y que la casuca de Juan Pedro Menocales, más conocido por el Lebrato, el único matriculado en regla que hay entre los contados anfibios, está casi dando con los cimientos en el agua de un canalizo que serpentea hasta aquellos límites de la junquera y arranca del extremo terrestre de la Arcillosa. En ese canalizo, casi en las bardas mismas de su corral, fondea, o mejor dicho, amarra el Lebrato a un estacón bien clavado en el suelo, su chalana, poco mayor que una masera, y otra embarcación de más humos, que también posee y utiliza en las grandes ocasiones de su arrastrado oficio: una barquía, vieja sí y acribillada de remiendos y tapones, calafateada con trapajos caseros y embadurnada con algo que no tiene ni el negro brillante, ni la correa, ni la impermeabilidad del alquitrán de buena casta; pero, al cabo, una barquía, capaz... de lo que se irá sabiendo poco a poco. Porque en la persona del Lebrato hay algo más de lo que aparentan su pellejo arrugado, su delgadez sarmentosa, su carita risueña y aniñada, y especialmente aquel sobrar de calzones, de chaleco y de camisa por todas partes, como si estas prendas no llevaran dentro más que las ramas torcidas del tísico cerojal en que el viento las zarandea para secarlas cada vez que la cellisca de la ría las empapa sobre el cuerpo de su dueño. Por de pronto, hay, o más propiamente, había en éste, a la sazón de mi cuento, un hombre que, arrastrado por las exigencias de su deber de matriculado, había corrido mucho mundo y guerreado valerosamente... ¡asómbrese el orbe entero! en Cochinchina, a las órdenes del coronel Palanca. De allí vino a la hora menos pensada con su correspondiente lucro, bien cosido al ceñidor; unas botas de agua, que sólo se calzaba en los días de incienso o cuando iba a Santander, y un saco inagotable de cuentos y noticias sobre cosas y personas de por allá, que eran el regocijo y el pasmo de todos sus convecinos.
Este Juan Pedro, el Lebrato, tenía un hijo, llamado Pedro Juan, más conocido por el mote de el Josco,1 el cual hijo era en estampa y en carácter todo lo contrario de su padre, es decir, medradote, sombrío de faz, corto de genio y seco y áspero de frase. Vivían y trabajaban juntos, y andaban en todo tan unidos, aunque eran entre sí tan diferentes, como la mar y el cielo o la noche y el día. El padre era el espíritu, la inteligencia y la palabra, el hijo, la fuerza, la máquina dócil y segura que rechina a ratos por lo mismo que se mueve, pero que no se para mientras la voluntad inteligente no se lo ordena. En un solo trabajo fallaba esta máquina, que jamás se resistía a la voluntad y al ejemplo de Juan Pedro, ni aun cuando éste se jugaba la vida chungueándose con el riesgo mortal, como si se tratara de mojarse el vestido en la canal de la Arcillosa: el trabajo de casarse Pedro Juan con la mujer que le proponía Juan Pedro. ¡Entonces sí que rechinaba la máquina y hasta echaba chispas por todas sus coyunturas! Porque al mandato del padre se oponía tenazmente, no la voluntad ni la inclinación del hijo, pues inclinación a la moza y voluntad para casarse con ella le sobraban, sino la cortedad del genio, que le hacía imposible todo paso directo en aquel sentido. ¡Los había intentado en vano y de propio impulso tantas veces!
Y la mujer era de suma necesidad en aquella casa tan falta de gobierno y del aseo que no pueden tener dos hombres rudos, esclavos además de un incesante trabajo. Pedro Juan tenía una hermana; pero esta hermana estaba casada y llena de familia; y aunque vivía también en Las Pozas, harto tenía que hacer en su propia casa para pensar en el arreglo de la de su padre. Gracias que cada ocho días les lavaba la ropa blanca, y cada quince daba un recorrido a los pobres trastos del hogar, y remendaba lo más apremiante de lo roto, y en los grandes apuros les echaban, ella y «el su hombre», una mano a las faenas. Y para eso, ¡qué ponderar la ayuda y los ahogos, y qué zamparse la familia entera las hogazas y los torreznos de los pobres solitarios, en un par de comidas y otras tantas cenas!
Con ser tanto lo que ocupaban al padre y al hijo los trabajos de la ría, esto no era para ellos más que lo accesorio, o «ayuda de costas»; lo principal era la labranza de unas tierras y el cuidado de unos animales. Así andaba en aquella pobre casuca revuelto lo marino con lo campestre: la red con el arado, el remo con el horcón; y en la socarreña adjunta, el aparejo de la barquía sobre la pértiga del carro. Tiempos hubo en que las tierras y el ganado y la casa y cuanto en ella se contenía, fueron de la propiedad del Lebrato, parte de ello por herencia, y el resto adquirido con los doblones venidos de Cochinchina; pero a aquellos tiempos bonancibles y prósperos, sucedieren otros bien adversos; largas y crueles enfermedades que, tras dejar viudo al pobre hombre, le costaron buenos dineros; plagas que arruinaron las cosechas y diezmaron los ganados; el fisco, que no repara cosa mayor en tales desventuras para llevarse, por buenas o por malas, lo mejor de la hacienda del atribulado... y lo que de todo esto se sigue por ley fatal de las desdichas humanas; y Juan Pedro tuvo que acudir al anticipo, y después al préstamo con hipoteca; y como cayó en malas manos para todos estos delicados tejemanejes, de la noche a la mañana se vio convertido, de acomodado propietario, en simple y menesteroso rentero de su prestamista, que aún le ponderaba esta favor, pues derecho tenía para arrojarle de casa y buscar otro colono para sus tierras y ganados. Convenía el Lebrato en ello; y lejos de amilanarse por tan poca cosa, sin perder su buen humor ni verse un frunce de más ni de menos en sus ojillos risoteros, se lanzaba con doble ahínco a sus bregas de pescados, para sacar de ellas el dinero que le costaban la escasa borona que le nutría el demacrado cuerpo, y los míseros trapos en que le envolvía.
A Pedro Juan no le alcanzaron más que los tiempos malos; con lo cual y la singular contextura de su naturaleza, se acomodó sin esfuerzo a lo que ellos daban de sí buenamente, que era bien poco y bien arrastrado en su mayor parte.
Y así y con otros trabajillos que no andaban tan a la vista como ello, iban tirando de la vida el padre y el hijo al tener yo el gusto de presentárselos al lector bondadoso, metidos hasta las choquezuelas en la basa de la Arcillosa, cerquita de su empalme con la ría; clavando con picachos de madera la parte inferior de una red que alcanzaba de orilla a orilla; plegando luego el resto sobre lo clavado en el suelo; afirmándolo allí con cantos sobrepuestos para que no se recelaran los pescadores ni la levantara la marea según fuera ésta subiendo, y atando, por último, en lo alto de cada orilla del ancho cauce, las dos cuerdas que arrancaban de los dos extremos de la red oculta. La misma operación hicieron en seguida en los dos únicos portillos de la Arcillosa, que, aunque lejana, tenían comunicación con la gran arteria de la ría. Terminadas estas operaciones, que no duraron menos de dos horas, padre e hijo emprendieron la vuelta a casa, a ratos por el fango del estero, y a ratos por la junquera, según fueran o no accesibles sin esfuerzo los islotes del atajo.
Mediaba el mes de junio: las mareas eran vivas, el día espléndido, y aquella red, la primera que echaba el Lebrato en el vagar que le ofrecían sus trabajos campestres, entre el resallo y la siega.
Antes de comer lo poco y mal condimentado que les aguardaba arrimado en un pucherete a la lumbre mortecina, ya estaban el padre y el hijo Arcillosa arriba en su chalana, porque la pleamar exacta era a las doce, y había que levantar la red un buen rato antes de iniciarse el descenso de las aguas. Cuando llegó el momento esperado, cada cual haló desde la orilla en que estaba del correspondiente cabo, que volvió a ser amarrado bien tirante a la respectiva estaca, en cuanto la red quedó alzada más de tres palmos sobre la marea; precaución bien tomada, porque el muble no es pez que se deja arrinconar por barreras que puedan franquearse con un asalto de una tercia. Levantadas de igual modo las redes en los dos portillos, los rederos se volvieron a casa a zamparse la insípida puchera, en paz y en gracia de Dios, mientras la línea negra que trazaba la red sobre la tersa y brillante superficie de las aguas, advertía a los muchos aficionados del lugar que apercibieran sus morrales y retuelles.
Y no fue desairado el aviso, pues desde más de una hora antes de la bajamar, ya comenzaron a salir de los tres barrios, triscando como potros bravíos, con el morral al costado, el retuelle al hombro, las perneras remangadas hasta las ingles, los pies descalzos, y los brazos en cueros vivos y la cabeza hecha un bardal, cerca de dos docenas de mozuelos y más de seis mocetones, que no pararon de correr hasta la casa misma de los rederos, donde tomaban de memoria el número que había de corresponderles en la fila, según el orden en que iban llegando.
Cuando no quedó en la Arcillosa más agua que la contenida en su canal angosta, se formó dentro de ella, y en el orden indicado, la fila, de uno en uno, detrás de los rederos y su familia. Iban, pues, delante de todos, el Lebrato, su hijo y tres nietos. Tenían los rederos ese privilegio en compensación del derecho que asistía a sus convecinos, y no se sabe por qué, para tomar parte en toda pesca preparada de igual modo en la ribera del lugar.
La fila no bajaba de treinta cuando el Lebrato se agazapó y comenzó a andar Arcillosa arriba, a pasos muy cortos y muy lentos, arrastrando al mismo tiempo la mitad del aro de su retuelle por el suelo de la canal; y los que le seguían, imitando su ejemplo, se fueron humillando uno por uno, dando con sus oscilaciones y bamboleos tal aspecto a la procesión, que más parecía revolcarse que caminar. Como el diámetro de los retuelles no era menor que el ancho de la canal, evidente es que cada pescador no podía contar con otros peces que los que se escabulleran, casi de milagro, por los resquicios o las mallas del retuelle del que le precedía. De este modo, calcúlese lo que le alcanzaría al que formaba en la cola, por cada libra de pescado que embaulara el Lebrato en su morral. Ni los cámbaros llegaban esa vez al retuelle del muchacho que hacía en la procesión el número treinta.
Pues aún hubo aquella tarde quien hizo el de treinta y uno; porque a deshora y cuando ya iba la procesión bien apartada de la orilla, llegó Quilino, un mozo del barrio de la Iglesia que siempre iba el último a todas partes y donde quiera estaba de más; y hasta en negocios de amor (lo único en que acertaba a madrugar como nadie, porque era enamoradote y rijoso como él solo) le dejaban «a resultas» y en «veremos», como le estaba pasando entonces con Pilara, que no se resolvía a darle el sí en tanto no hablara el Josco que, a lo que parecía, «pensaba en hablar». Con estas cosas se ponía Quilino que ardía. Llegó a la red echando los hígados por la boca de tanto correr, y muy arremangado de camisa y perneras, pero sin retuelle ni morral: no llevaba más que una talega, como de medio celemín. Se lanzó a la basa, entró en la canal y comenzó a arrastrar la talega, cuya boca mantenía medio abierta con la ayuda de una velorta recién cortada en el camino. Rastreando así con gran dificultad, porque la talega era de lienzo bien tupido y oponía gran resistencia al agua que entraba en ella para no salir si no la echaban por donde había entrado, llegó a la cola de la fila con dos cámbaros chicos, tres esquilas y una zapatera, que resultaron en el fondo de la talega al derramar el agua que contenía.
Relinchaba y reía entonces la gente de la red a más y mejor, porque el Lebrato, contribuyendo sin duda a ello el buen acopio de lobinas, mubles y rodaballos que iban haciendo él y Pedro Juan en sus amplios morrales, estaba en vena, como nunca, de dicharachos, cuentos y chascarrillos graciosos. Y ésta era la salsa que llevaba tanta gente a las redes del Lebrato: la mitad más que a las que echaban en la Arcillosa misma y en el otro estero, llamada la Paserona, el Perrenques o cualquiera de los otros rederos, harto insípidos y desanimados, del propio barrio de Las Pozas. Ir a la ré del Lebrato, era punto menos que ir a una comedia.
-¿De qué vus riís tanto, chacho? -preguntó Quilino en cuanto se arrimó al colero, que en aquel instante estrenaba el morral con un rodaballo no más grande ni más grueso que un librillo de fumar.
-Del horror de cosas que nos dice tío Lebrato -respondió el del rodaballo chiquitín-. ¡Conchis, qué célebre que está hoy!
Y el caso es que la gente aquella se reía por reír, las más de las veces, porque del quinto de la fila para abajo, ninguno celebraba lo que verdaderamente salía de los labios de Juan Pedro. Como tenía éste poca voz, y en aquellas ocasiones hablaba casi con la boca entre las rodillas, y además sonaban mucho el chocleteo de piernas y retuelles en el agua y el pujar y toser de los que iban cansándose en aquella postura tan incómoda, las palabras del Lebrato, por mucho que éste las esforzara, no eran oídas en toda su claridad más abajo del tercero o cuarto de la fila; pero como allí se iba, tanto o más que por la pesca, por oír los relatos de Juan Pedro, era ya cosa convenida que cada frase del redero fuera repetida de trecho en trecho y pasada de boca en boca hasta las orejas del último de la fila; con lo que acontecía que, cuando ésta era larga, al llegar la frase a la mitad del camino, ya no tenía punto de semejanza con la que había salido de la cabecera...
Como sucedió un buen rato después de llegar Quilino a formar la cola. Comenzando a narrar otro suceso de allá, que eran los que más embobaban al auditorio, dijo así Juan Pedro, sin dejar de andar ni de atender a lo que traía entre manos, ni de recomendar a su hijo los pocos peces gordos que se le escapaban por entre los pies o saltando sobre el aro del retuelle:
-Amigos de Dios: una vez pillamos a un general muy runflante de las fuerzas de los chinos... porque un mandarín echó un bando con cuatro aleluyas... que, por equívoco, le sacaron de las trincheras.
Pues el período éste, emitido a trozos y dando tumbos fila abajo cada uno de ellos, de boca en boca y pescado al oído conforme a las respectivas entendederas, fue llegando a las de Quilino en la siguiente forma:
-«Se ha de ver que Pilarona le dará en resultante con la puerta en los bocicos... porque él no anda allí buscando más que las cuatro alubias y el poco lardo de la puchera.»
En opinión de Quilino, el él del cuento no podía ser otro que el mismo Quilino en cuerpo y alma. Pilara no tenía, que de público se supiera, otro pretendiente declarado que él, Quilino, y otro de intención, pero muy a la vista: el Josco. Tan a la vista, que la misma Pilara le había dicho a él, a Quilino, más de tres veces, que le abría la puerta de su casa «a resultas de lo que Pedro Juan hablara, cuando rompiera a hablar». De modo y manera que lo del portazo «en los bocicos» se había dicho allí por él, por Quilino, o por el Josco. Por el Josco no podía ser, porque el dicho venía del Lebrato, y el Lebrato no había de burlarse de su propio hijo delante de tanta gente. Luego era por él, por Quilino; y siendo por él, pasara lo de «la puerta en los bocicos» porque, al cabo, nadie es onza de oro que a todos guste; pero lo de las cuatro alubias de la puchera, ¿con qué derecho se suponía y se declaraba en público como cosa cierta, siendo en su parecer, en el de Quilino, tan calumniosa?
Todas estas cosas discurrió Quilino, a su manera y en un periquete, en cuanto llegó a su oído la última frase del período copiado, con lo que se puso hecho un veneno; y dando un talegazo furibundo en la basa, pidió cuentas del dicho al mozalbete que se le había endosado, el cual respondió que como se le entregaron le había hecho correr; reclamó entonces a la estafeta inmediata, saliéndose ya para esto de la canal; mas como por allá arriba no se había dicho ni oído cosa semejante a lo que producía la protesta de Quilino, que bailaba de coraje encima de la basa, los treinta de la red le armaron una de risotadas y chiflidos, que temblaba la junquera. Cegóse con ello Quilino, y fuese en derechura hacia el Josco, que era el que más le ofendía allí, no por lo que dijera ni silbara, pues ni desplegó los labios el infeliz, ni con una mala arruga en ello dio a entender que deseaba reírse de lo que estaba pasando; sino por ser quien era: el mozo de cuya lengua dependía que Pilarona le diera a él o no le diera «con la puerta en los bocicos». Pedro Juan podría ser corto para decir a una moza «por ahí te pudras»; pero a dar pronto, bien y a tiempo una castaña a un provocador, y provocador tan mal visto de él como Quilino, que podría o no podría salirse con la suya en el empeño en que estaba metido, no había maestro que le ganara. De modo que en cuanto vio la actitud de Quilino y sintió que le temblaba un poco la mejilla izquierda, único síntoma que anunciaba en él que se había colmado la medida de su aguante, largó el retuelle y dio el primer avance para salir de la canal; pero lo observó su padre, le cortó el paso con la ayuda de unos cuantos concurrentes, y entre todos ellos le volvieron a su sitio, mientras los restantes de la red daban otra grita al desconcertado retador y le echaban hacia abajo.
Y a esto debió Quilino la fortuna de conservar por entonces todos sus dientes en la boca, y de no haber dejado aquella tarde bien estampada su persona en la basa del estero.
Del cual salió sin detenerse más tiempo que el indispensable para apañar la talega, echando espumas de rabia por la boca, y sacudiendo tan fieros talegazos contra el suelo y hasta contra sus propias zancas cuando no estaban hundidas en él, que al intentar un recuento de sus cámbaros mientras gateaba la sierra, los halló en las honduras del saco hechos una pura papilla. Esto, y el antojársele que ciertos rumores con que de rato en rato le escarbaba los oídos el espirante nordestes (que, por ser de buena casta, había de morir antes que el sol acabara de caer) eran los de la rechifla con que le despedían a él, a Quilino, los de la red, encendió nuevas iras en su pecho; trocó en desatada carrera el paso acelerado que llevaba, y buscó por el callejo más hondo el camino más breve del barrio, decidido a verse con Pilarona y a decirla cuanto antes que, «saliérale pez u rana, aquello no podía seguir así».
Entre tanto, los de la Arcillosa, olvidados bien pronto de Quilino con los lances de la pesca y las cosas del Lebrato, continuaban detrás de éste y su familia arrastrando el retuelle, casi siempre vacío; pero con la esperanza de mejorar de suerte más allá. Y así fue, para algunos, al llegar al remate de la canal, punto menos que en seco ya, donde los cautivos peces se habían ido refugiando al buscar una salida que sólo hallaban los que tenían la suerte de caber por las estrechas mallas de la red. Para todos los pescadores hubo algo en aquel sitio; pero tan poca cosa para los más de ellos, que sin las cuchufletas del Lebrato, el lance de Quilino y otras «deversiones de palabra» que allí encontraron, no alcanzara a consolarlos del tiempo que habían perdido, ni del dolor de riñones que les hacía renquear, de vuelta a casa.
-Mejor aprovechá pudo haber sido la tarde -decía Juan Pedro a su hijo mientras los dos refrescaban el pescado de los respectivos morrales zambulléndole en el agua limpia de la caldera, que para eso habían colocado sobre el poyo del soportal de su casa-; pero otras redes han dado menos, y quizaes la de mañana no dé ni tanto. ¿Te paece que habrá aquí veinte libras?
Pedro Juan dijo con la cabeza que no.
-Ya estaba yo en eso, como lo estoy en que pasan de quince.
Pedro Juan hizo un signo afirmativo.
-Y de deciséis.
Otra afirmación muda del Josco.
-Y de decisiete.
Nueva afirmación muda del susodicho.
-Y de deciocho.
Pedro Juan hizo un gesto que quería decir: «por ahí le andará, sobre poco más o menos».
-Esa es la cosa; pero con la ventaja de que las piezas son, por el respetive, de locimiento pa la salida... y abunda más la llubina que el muble, con buen qué de rodaballos... Quiere decirse que, motivao a este particular, no hay que ablandarse en el precio tanto como solemos: bien se puede pedir, uno con otro, a tres reales la libra; y casa por casa y escogido, a treinta cuartos lo que menos.
Pedro Juan hizo otro gesto que significaba: «podrá que sí, u podrá que no».
-Hombre, si te encoges tanto, visto está que no; pero como yo creo que no hay razón pa encogerse cuando se hace la cosa en buena conciencia y en ley de Dios, como ésta... Más caro vende Perrenques pura metralla, y no falta quien se lo tome; y los demás rederos, allá se le van en humos cuando el caso les llega... y toos lo nesecitan menos que tú y que yo... ¡y con ser quien soy!: el único matriculao que anda en la ría, y más afuera tamién, y con derecho bien notorio de que no anduvieran otros por onde yo ando. Sólo que es uno de esa condición y no quiere guerra con sus convecinos, ni hacer mal a naide no más que por hacerlo... Dirás tú que éstas son coplas, y que más valiera, en ciertos casos, vista la mala ley de otras gentes, hacer con tales y con cuales lo que el de más allá hace con uno... Podrás estar en lo firme; pero yo estoy más a gusto con hacer lo que hago. Cierto que no se engorda con ello; pero se duerme tan guapamente, y no hay ujano que roa en los prefundos cuando más devertío está el hombre, ni pentasma que le espante ni le engurruñe los hígados cuando la triste nesecidá le pone en riesgo de jugarse la vida allá afuera, contra un zoquete de borona... Tú, Pedro Juan, hazte la cuenta de que no hay bien ni mal que cien años dure... y hala pa lante hasta caer de veras; que de caer hemos, igual tú y yo, que semos la miseria andando, que el que tenga los mesmos tesoros del Pirata... ¿Metistes la camá de juncos en el cesto?
Pedro Juan respondió que sí.
-Pos échale haza acá, y trae tamién la triguera pa desapartar lo de costumbre.
Pedro Juan hizo lo que le mandaba su padre; y fue de notarse que al paso que colocó el cesto muy sosegadamente arrimado al poyo, arrojó encima de él la triguera de muy mala gana.
-Convenido, hijo, convenido. Pecao mortal es que aquella boca se los zampe; pero a mal tiempo buena cara: a más de que a eso le tenemos avezao mucho hace, y sabe Dios lo que sería de otro modo.
Casi a tientas, porque era ya de noche y no había otra luz que la que reflejaba la tenue claridad del cielo, comenzó el Lebrato a sacar de la caldera los peces que contenía, para colocarlos uno a uno sobre la camada del cesto. De paso, y valiéndose para ello, más que de la blancura reluciente del pescado, de la experta sutileza de su tacto de pescador, separaba en la triguera los peces que habían de servir para los fines que se proponía. Cuando Pedro Juan volvió con dos mimbres, que fue a coger de un haz de ellos que guardaba encima de una barrotera de estragal, su padre había apartado las tres lobinas, los cuatro mubles y los dos rodaballos mayores y más lucidos que había en la caldera.
El Josco, sin decir una palabra, se quedó mirando, con muy duro ceño, las nueve hermosas piezas; después eligió las tres más grandes, y las fue ensartando por las agallas en uno de los mimbres, cuyos extremos sobrantes unió muy curiosamente en forma de estrovo. Dio otra zambullida en la caldera a los peces ensartados así, y los dejó blandamente sobre los que había en el cesto. También fue de notar que al ensartar los otros seis escogidos, parecía que los daba de puñaladas con el mimbre cuando le pasaba de las agallas a la boca; que se limitó a dar un nudo muy tosco a las puntas de la vara, y que arrojó la sarta en la triguera sin cansarse en meter antes los peces en el agua. Hecho esto, rascó con las uñas lo mayor del barro seco que aún conservaba pegado a las zancas; se bajó las perneras que tenía arremangadas; las dio unos manotazos hacia los pies; frotó luego ambas palmas contra las respectivas caderas; lió un pito, echó una yesca, y le encendió; y como quien se dispone a tomar una resolución heroica, restregóse las manos y cogió con cada una de ellas una sarta de pescado.
El Lebrato le miraba de hito en hito y le dejaba hacer sin decirle una palabra. Cuando notó que se iba a largar sin más explicaciones, le habló así:
-¿Por las trazas, lo vas a llevar esta noche? Pensé que lo dejarías pa mañana, de paso que corríamos lo demás, si antes no vienen por ello.
-Es mejor así, ya que hay tiempo y na que hacer en casa.
-Cierto: las vacas van ya camino del puerto, si es que no han llegado a él; el llar está en punto, y la torta la echaré yo pa cenar cuando güelvas... Pero...
Y como el Lebrato no apartara los ojos de las dos sartas de peces, adivinándole los deseos Pedro Juan, díjole alzando respectivamente la mano en que estaba la sarta grande y la en que estaba la sarta chica:
-Éstos son pa él, y éstos... pa ella.
-¡Pa ella!... ¡Ah, vamos!... Pero nunca otro tanto hiciste, Pedro Juan. ¿Cómo tan ocurrío por parte de noche?
-Porque los merece... Por eso.
-Bien está; pero la novedá es lo que me pasma. Con ello y con que se te atragante la voluntá...
-Es que he pensao que pué que me atriva mejor así.
-¡Hombre! pues si en unos cuantos peces está y no te fías bastante en esos pocos, llévate el canasto entero y verdadero. Con tal que ello sea...
El Josco, sin aguardar a que su padre acabara de hablar, cogió con una sola mano las dos sartas, salió del portal, y a buen paso tomó la misma senda que había llevado Quilino al caer de la tarde; y también, al llegar a lo alto de la sierra, buscó por el callejo más hondo el camino más breve para ir adonde iba.
Comenzaba a lucir la luna, en el cielo no había una sola nube, y la noche picaba un poco en calurosa; por todo lo cual la gente del barrio andaba a aquellas horas solazándose, tendida sobre las mullidas del corral, murmurando a la puerta de casa, o de tertulia en la solana, según los gustos o los medios de cada familia: en cualquiera parte menos en la cocina y en la cama.
Pedro Juan, que al asomar al barrio comenzaba a temer que le faltara resolución para entrar en casa de Pilara con el regalo, por lo mismo que jamás le había hecho otro, tuvo la fortuna de encontrarla junto al goterial, al pasar por allí como pudo pasar otro cualquiera, pues que era camino para ir adonde iba él. Las «buenas noches» se podían dar sin segunda intención al mayor enemigo, cuanto más a una buena moza; y él se las dio a Pilara, casi sin cortarse, y pensando al mismo tiempo que después de dar, por casualidad, las buenas noches a cualquiera, se le puede brindar con todo o con parte de lo que se lleve en la mano, sin que esto quiera decir más que «lo que de por sí dice ello mesmo».
Y eso iba a hacer Pedro Juan, cuando notó que en el fondo del soportal había gente; y, por de pronto, se le atascó el brindis en los gañotes. Y uno de los del soportal era «por casualidad» Quilino; Quilino, que no había hallado en casa a Pilara cuando, de vuelta de la ría, con tanto empeño fue buscándola, y acababa de llegar entonces, por tercera vez, y sólo esperaba a tomar resuello sentado sobre el cocino de picar escajos, para saldar sus cuentas con ella delante de toda la familia; porque él era mozo que no se paraba en barras de poco más o menos, y el saldar cuentas de aquella traza, la comezón que se lo echaba todo a perder. En cuanto vio que la moza daba cara, y cara de risa, a Pedro Juan, que se había plantado delante de ella como caído de las goteras, se levantó del cocino de repente, se dio sendos puñetazos en las nalgas, golpeó la pared con el pajero que se quitó de la cabeza; y después de mirar torcido a la pareja del goterial y de batir mucho las mandíbulas, salió disparado a la corralada, bufando más bien que diciendo, pero de modo que todos lo oyeran:
-¡Recongrio! ¡Esto no se puede aguantar, y aquí va a haber una barbaridá de espanto el día que menos!
El Josco no le hizo caso; pero los demás, incluso Pilara, le rieron de firme la corajina. Lo mismo que en la red; y con sólo caer en ello, iba Quilino que ahumaba por aquellos bardales afuera.
Pedro Juan, escondiéndose, digámoslo así, en aquel poco de algazara que se armó en el portal, atrevióse a decir a la moza, que no le quitaba ojo:
-Paece que se toma la luna, ¿eh?
-Ya se ve que sí -respondió Pilara-. De lo que no cuesta, llenemos la cesta. Y con eso y sin eso se sale una a cielo raso muchas veces, por no ver de cerca lo que hay a subio en el portal.
Que esta saeta iba a Quilino, puede afirmarse; mas que la pescara Pedro Juan, ya es más dudoso, porque lejos de darse por entendido, se quedó hecho un madero. Viéndole así, añadió Pilara partiendo con los dientes pedacitos de un junco de la mullida del corral:
-Muy tarde andas tú por estos barrios. ¿Qué tripa se te ha roto en ellos?
-Pos yo vengo -dijo Pedro Juan-, al auto de llevar esto a ese hombre.
Y señalaba con la mano libre a la mayor sarta de peces.
Pilara se agachó un poco para verlos mejor; y entonces, libre él de los ojos de ella, que tanto le avergonzaban, abreviase a echarla encima del cogote estas palabras:
-Si tú quisieras quedarte con esto otro... digo, no ofendiendo.
Y señalaba con el dedo a la sarta chica, mientras el corazón le daba en el pechazo cada golpe que le atolondraba.
Palpó la mocetona los peces, que le parecieron de perlas, y estimó la cortesía en mucho más. En prueba de ello, no aguardó a que él le diera la velorta, pues se la quitó de la mano.
-¡Vaya que son cosa gena! -exclamó Pilara levantando la sarta hasta los ojos.
-Lo mejor que hubo en la r -se atrevió a decir Pedro Juan, con un poco de entusiasmo.
Hasta aquí, iba saliéndole a éste tal cual el empeño, y aun entreveía la posibilidad de que, enredándose el tiroteo, llegara él a cantar de plano; pero acertó Pilara a llamar la atención de la gente de su casa, que estaba en el fondo del portal riendo todavía y comentando el berrinche de Quilino; y aquí fue el desmoronarse de golpe el valor de Pedro Juan, el ponerse colorado de vergüenza, el tronarle los oídos y hasta el temblarle las piernas.
-Vaya -dijo resuelto a salvarse en la huida-: a más ver.
Le llamaron desde adentro, le brindaron con un cigarro y un poco de conversación, en muestra siquiera de la estima del regalo, que le pusieron en las nubes... «pior que pior».
-¡Coles! -pensaba el Josco mientras se apartaba del goterial-. Si entrara, tendría que decir algo, y por ello me lo conocerían; y conociéndomelo entre tantos, me moriría allí mesmo de repente.
Y se alejó algunos pasos de aquella casa en dirección a la otra. Pero iba avergonzado de su propia cobardía y remordido por la pérdida de una ocasión como no volvería a cogerla; y tanto le abrumaron la vergüenza y los remordimientos, que retrocedió decidido a hacer una valentía, costárale lo que le costara.
De dos zancadas se plantó otra vez en el corral, que era abierto; y cubriéndose todo el cuerpo con la esquina de la casa, asomó un poco la cabeza dentro del portal y llamó con voz apagada y algo temblona:
-¡Pilara!
Conocible ésta y salió corriendo al goterial.
-¿Me llamabas, Pedro Juan? -le preguntó muy afable.
-Pienso que sí -respondió el Josco atarugado otra vez y empezando a arrepentirse de su valentía.
-Bueno... Pus aquí me tienes.
-Échate un poquitín más a esta banda del esquinazo... ¡Así!... Digo, si no emportuno...
-¿Qué has de emportunar, hombre? ¿Pus a qué estamos unos y otros?
-Eso me paece a mí.
Y como después de estas palabras no rompiera a hablar en un buen rato, le echó un remolque Pilara con estas otras:
-Ahora, tú dirás.
Pero ni por esas se dejaba llevar el mocetón hacia donde sus deseos le empujaban y la misma Pilara pretendía. Juzgaba perdida la ocasión en el último paréntesis de silencio, y sospechaba que había de tomarse a risa su retrasada declaración. Hay hombres así en aquel rústico lugar y en otros harto más cultos, porque en una y otra parte, con calzones de paño pardo o con levita de sedán, el puntillo exagerado toma a menudo trazas de cobardía; y luego sucede que al querer conducirse como prudente, es cuando resulta ridículo.
-Conque tú dirás -repitió Pilara observando que Pedro Juan continuaba callado, pero no en sosiego.
-Pos quería preguntarte -dijo al fin el Josco- si por casualidá sabes tú... si estará en casa ese hombre.
Sonrióse Pilara y respondió:
-Pienso que sí, porque en la solana le vi endenantes.
-Enestonces... voy pa-llá.
-¿Y eso era todo lo que tenías que decirme, hombre de Dios? -preguntóle la moza con cierto retintín que encendió algo la sangre del encogido redero.
-No, ¡recoles! -contestó éste en el calor del arrechucho, y azotando la esquina de la casa con la sarta de peces-. ¡Yo tenía que decirte mucho más!
-Y ¿por qué no lo dices? ¿pa cuándo lo dejas?
-Lo dejo, Pilara... pa cuando me atriva; pa cuando me atriva, ¡coles! ¡Y mira que a la mesma punta de la lengua lo tengo!
-Pos atrívete, hombre; atrívete ahora. ¿Qué mejor ocasión?
-¡Que me atriva! ¡Recoles! ¿En qué consiste esto? Yo he mirao treinta veces la muerte cara a cara sin que se me acelere tan siquiera el pulso, ni la color se me cambie, ¡y en esto me desmayo y acongojo! ¡Mal rayo me parta por encogío y por... coles!
Y por no atreverse y por conocerlo y por renegar de sí propio, salió ahumando de la corralada, igual que Quilino, sin despedirse siquiera.
Y era lo más negro para Pedro Juan, que, huyendo de lo que más le atraía, lo llevaba estampado en las mismas niñas de sus ojos. Allí estaba la moza en cuerpo y alma, y allí la veía él con su cara redonda, colorada y fresca; con su mirar parletero y su boca risueña; con sus caderas macizas que retemblaban al andar; con su seno profuso y sus hombros anchos y fornidos; limpia como los oros, y un brazo de mar para el trabajo. Por eso, y no más que por eso, la tenía él pintiparada en los ojos, y más adentro también, y no por el cuarto de casa y la media res y los seis carrucos de tierra que pudieran tocarla «en el día de mañana», porque su padre lo tenía y era hombre de arreglo que sabría mirar por ello, como había mirado hasta entonces; por eso, por limpia y maja y trabajadora la quería él. ¡No más que por eso! El no era cubicioso ni cosa alguna que lo pareciera; y por estar bien a la vista, y por no tener vicios y aborrecer el aguardiente y ser apegado al trabajo y fiel de palabra y obra, y algo por ser hijo de quien era, se le abrían las puertas de aquella casa, que estaban cerradas para otros; y el padre le miraba «de buen aquél»; y Pilara no digamos, que «hasta le jalaba de la lengua»; y la madre, poco menos, y los demás, «cuasi pa el cuasi».
Todos eran a estimarle allí, y hasta su padre le empujaba hacia ello; y él conocía estas cosas, porque ciego había de ser para no verlas, y lo deseaba más que nadie... ¡Coles, si lo deseaba! ¡Y «con todo y con eso», llegado el caso de hablar... «lo mesmo que un murio de paré»!; y para ayuda de males, mientras no hablara, aun con saber lo que sabía, hasta las botaratadas de Quilino le amargaban la borona y le quitaban el dormir. Su padre había querido sacarle del ahogo más de dos veces hablando por él, pero él no lo consintió, porque no era «de hombres como Dios manda, consentir que otros arreglen esas cosas». Y al ver cómo se iban poniendo las suyas y que la paciencia se le acababa, llegaría pronto la necesidad de decidirse a renunciar a ellas, o de ponerlas en manos de su padre. Y entonces... «¡coles, recoles! ¡otra que tal no se habría visto ni se veía en jamás de los jamases!».
Cavilando de esta suerte y andando a buen andar por los callejos del barrio, llegó a la portalada de «ese hombre».
Porque la casa de «ese hombre» tenía portalada, y de alto y bien volado tejadillo, y corral con cerca de cal y canto, casi tan alta como la portalada. No era nueva la casa ni tampoco muy vieja, ni tenía escudo de armas sobre el cuadrante incrustado en uno de los esquinales del mediodía, ni en parte alguna de sus fachadas; pero era grande, de dos solanas bien extensas, con buenas cuadras, pajares y graneros; pozo, pila y horno en el corral, y mucho rumor y tufo de ganado al pesebre, que se percibían en cuanto se penetraba en el hondo soportal.
Hasta él llegó el Josco sin detenerse, porque a aquellas horas la portalada no estaba aún cerrada más que con el pestillo, y en la solana que daba al corral no había nadie.
Acercóse a la puerta del estragal, que tenía cerrada la mitad de medio abajo; metió en el vano la cabeza y buena parte del busto, y gritó allí con toda su voz, que no pecaba de suave:
-¡Deo gracias!
-¿Quién llama? -le respondió al momento desde arriba otra voz, por cuyo timbre desagradable no hubiera conocido un extraño si era de hombre o de mujer.
-¡Gente de paz! -replicó el Josco maquinalmente, y no de muy buena gana, a juzgar por la cara que puso.
-¿Quién es? -volvió a decir la voz de arriba acercándose hasta lo alto de la escalera.
-Yo... Pedro Juan -respondió la de éste.
-¡Ah... eres tú! -exclamó entonces la otra voz-. Y ¿qué traes, qué traes a estas horas?
-Esto traigo -respondió ásperamente el Josco, como si desde allá dentro pudiera verse lo que él zarandeaba en la mano.
-Pues ¿qué haces ahí parado? Desdá la estorneja si está echada, y ¡sube, hombre, sube!
-Es que -replicó Pedro Juan- si me lo tomaran aquí, sería mejor, porque vengo deprisuca y se va hiciendo tarde.
-¡Te digo que subas, y no seas meleno!
Acogió el mozo con un reniego el mandato; y después de golpear la media puerta con los peces, metió el brazo derecho por encima de ella, volvió a la estorneja (tarabilla) que la mantenía cerrada, y entró. No se veía chispa en el estragal ni en la escalera: subióla a tientas, porque ya la conocía, y en lo alto de ella le esperaba un bulto negro, más negro que la oscuridad, con una mancha blanca a cada lado; el cual bulto le dijo, con la voz de antes:
-Sube, sube... y vente a la cocina a dejar eso... que ya presumo lo que será.
Al llegar Pedro Juan arriba, el bulto negro con las dos manchas blancas se internó en un carrejo oscuro, a cuyo extremo y a la mano derecha se veía un rayo de luz que salía por una puerta. El Josco siguió al bulto, con los brazos extendidos y pisando a plomo por precaución muy cuerda, y así llegaron los dos a la cocina, cuya era la puerta por donde salía el rayo de luz, y en ella entraron.
El bulto negro con manchas blancas resultó ser (no para Pedro Juan, que bien conocido le tenía desde que le oyó hablar, sino para el lector, que se halla en muy distinto caso que el hijo de Juan Pedro); resultó ser, repito, «ese hombre», el cual estaba en mangas de camisa, como siempre que apretaban un poco los calores; y eso que no era robusto ni joven, sino todo lo contrario, amojamado y sesentón, de poca talla además y algo encorvado; pero como decía Juan Pedro hablando de la madera de este sujeto: «es de la veta del tejo, que una vez que medró, ya no la parte un rayo». Tenía la boca grande y los ojos chicos, los labios delgados y la mirada sutil y algo truhanesca, lo cual daba al conjunto de su fisonomía una expresión que no resultaba antipática. Entonces llevaba una badila en la mano.
-Recoge esto que trae Pedro Juan -dijo a una mujer, ya bien madura y poco aseada que trajinaba allí, después de mirar bien de cerca y hasta de oler y palpar lo que Pedro Juan traía en una de las manos-. Pero, hombre -añadió en seguida, disponiéndose a recoger él mismo la sarta de pescado-, yo no sé a qué os cansáis en ser tan cumplidos conmigo tú y tu padre. Si ya os he dicho...
-Pues si usté no lo quiere, me lo volveré a llevar -respondió secamente el mozo, atenazando de nuevo la velorta, que casi estaba ya en manos del sujeto vestido de negro y en mangas de camisa.
-Hombre, no lo digo por tanto -repuso éste, tirando de la velorta y quedándose al fin con ella-. Toma, toma, Romana, hazte cargo de esto; y si puede ser, echa a la sartén el rodaballo para cenar esta misma noche. Cabalmente me alampo yo por los rodaballos... ¡Pues no te digo nada Inés!... Como que voy a llamarla para que lo vea.
Y salió a la puerta de la cocina, gritando allí muy recio, mientras Romana tiraba los peces encima de una mesa:
-¡Inés! ¡Inés!
Luego, volviendo hacia Pedro Juan, que ya quería largarse de allí, le dijo:
-Aguárdate un poco, hombre; no seas tan súpito. Tú querrás tomar algo.
-No, señor.
-Medio vaso de vino...
-No lo uso: ya lo sabe usté.
-Es verdad... Pues una copa de aguardiente.
-Mucho menos...
-Cierto es también: ya no me acordaba... Pues no sé qué darte, mira.
-Y ¿por qué ha de darme cosa alguna, ni qué cosa he pedido yo? -respondió seca y bruscamente Pedro Juan-. Lo que quiero es volverme a mi casa, si no hago falta aquí, porque ya es tarde.
En esto entró Inés en la cocina. Aunque iba en chancletas y despeinada y con un vestidillo de percal, bastante lacio, y una pañoleta de seda descolorida, echada sobre los hombros de cualquier modo, trascendía desde luego a buena moza, y lo era de verdad; y observándola mejor, bajo aquel desaliño que acusaba en ella cierta dejadez poco simpática, había algo más que una zafia labradora, aunque no llegara, ni con mucho, a una dama de buena educación. Su cuerpo era esbelto, gallarda y ricamente conformado; sus manos, de la más fina traza, y su cara morena, de menuda y fresca boca, nariz algo aguileña y ojos negros y de mirar perezoso, si no reflejaba en su expresión todo el encanto que suelen dar de sí estas prendas esculturales en otras mujeres, más que en ausencia de vida y de sentimientos, parecía consistir en la falta de asunto en que emplearlos, o de un hábil artífice que hubiera sabido dar luces a las facetas opacas de aquella piedra tan ricamente formada por la naturaleza.
Pedro Juan la dio las buenas noches con toda la cortesía y la mayor dulzura que cupieron en su rudeza natural, y ella contestó con las mismas palabras y media sonrisa que las sazonó muy sabrosamente.
-¡Mira, mira qué hermosos peces! -le dijo su padre, pues lo era, aunque parezca mentira, el sujeto vestido de negro, en mangas de camisa y con una badila en la mano.
Inés los miró y hasta los fue levantando por la cola uno por uno, muy perezosamente y con cara de disgusto, y repitió los elogios de su padre; y por último (el arrastrado oficio obliga a decirlo todo, aunque mucho de ello se diga de mala gana), se limpió los dedos resobándolos contra su vestido a la altura de las caderas.
Mientras esto acontecía, «ese hombre» preguntaba a Pedro Juan:
-¿Y serán, naturalmente, de la r de esta tarde?
-De la mesma -respondió el otro.
-Y ¿qué tal, qué tal ha estado la r?
-Pos así... tal cual.
-Vamos, una arroba en limpio, como quien dice.
-¡Si ello pasara de media dempués de rebajar eso que está ahí!...
-Echémosle quince libras... A peseta una con otra, tres duros mal contados... No es cosa mayor; pero tampoco tan mala que digamos para jornal de una tarde. ¿Qué tal andáis ahora de apuros?
-Como siempre... Semos dos a ganar poco, y son los mil y quinientos a jalar de ello... De modo y manera, que con una mano se coge y con otra se da... Conque, a más ver, que es tarde y mi padre me espera.
Y con esta despedida y una cara muy fosca, salió Pedro Juan de la cocina. El padre de Inés le siguió; y al llegar el primero a la puerta de la escalera, le dijo el segundo:
-Lo de los apuros, no lo he dicho por los que pueda tener tu padre conmigo; pero ya que salieron a relucir, bueno sería que le recordaras el olvido en que me tiene tiempo hace sobre ese particular. Los atrasos son como las enfermedades, que si dan en caer unas sobre otras, acaban por matar al enfermo. No te diré que me llame a la parte en esos tres duros de la r de hoy, aunque bien pudiera; pero si dan en pintar bien las siguientes... en vosotros está el corresponder como es debido, sin que yo lo pida.
No vio el sujeto que así hablaba la impresión que iban haciendo sus palabras en el temperamento bravío del hijo del Lebrato, porque el carrejo continuaba a oscuras; pero, en cambio, sintió retemblar aquella parte de la casa tras una recia patada en el suelo, y oyó que la voz enronquecida e iracunda de Pedro Juan le dijo:
-¡Sin que usté lo pida!... ¿Y qué ha de pedirnos? ¿Qué le queda ya por pedir, ni a nusotros que darle, si no es la pura entraña, coles? ¿Quiérela tamién? Pos pidala por la Josticia, siquiera por ser lo único que tenemos que no sea ya de usté... ¡recoles!
Y se largó escalera abajo, echando por la boca rayos y centellas, a media voz. Al llegar al corral, oyó que le decía el otro desde la solana:
-No seas bruto, Pedro Juan: toma las cosas como es debido, siquiera por la cuenta que os tiene... y dile a tu padre que cuando pueda se dé una vuelta por acá, que tengo que hablarle... ¡No es de eso, hombre, no es de eso! ¡No te encalabrines otra vez! Es cosa muy diferente... Pero que no es de urgencia, que no es de urgencia: cuando buenamente pueda, que lo primero es lo primero... Ahora, a las redes mientras hay mareas al caso y den el jornal, como la de hoy.
Pedro Juan, que se había detenido unos momentos para oír el recado de «ese hombre», pero sin volver la cara hacia él, por toda respuesta a sus amonestaciones echó a andar hacia la calle, levantó el pestillo, salió; y cerró la portalada con tal ímpetu y estruendo, que tembló el tejadillo y ladraron todos los perros de la vecindad.
Al tomar la calleja de la izquierda, por la cual había venido de casa de Pilara, se encontró tope a tope con el médico don Elías, a quien él estimaba mucho por su «buen genial» y otras prendas que se irán viendo en el curso de este libro. Don Elías, que se perecía por echar un párrafo a cualquier hora y aunque fuera con los jarales del monte en defecto de cosa mejor, y también porque presumió de dónde salía Pedro Juan, le detuvo plantándosele delante con las manos cruzadas sobre los riñones y diciéndole:
-Apuesto una oreja a que sé de dónde vienes... hasta por la cara que traes.
-No está malo de acertar -respondió el Josco, que nunca como en aquella ocasión mereció el mote-. Yo no piso en jamás esta calleja, si no es pa eso... pa quemame la sangre, y pa condename, vamos.
-Te digo, Pedro Juan, que de esa cueva no saca nadie cosa mejor. Yo tenía que verle para un asunto que puede interesarle mucho; y con todo y con ello, hace ya días que lo voy dejando por no tratar con él.
-Pos si se viera usté en nuestro caso, que por buenas o por malas tuviera que apechar... ¡coles!
-¿Quiere decir que hoy te ha recibido mal?
-Talmente mal, no, señor; pero es lo mesmo en finiquito.
-Entendido; es su modo de ser: ni palabra mala ni obra buena.
-¡Eso... eso mesmo!
-¡Si conoceré yo al Berrugo! -exclamó aquí con fruición el bueno de don Elías, que tenía el prurito de cazar muy largo y aun de entender de todo y de dar siempre en el hito, y especialmente de murmurar hasta de las estrellitas del cielo-. Pero, hombre, lo que parece increíble es que un sujeto de la calidad de ese, consienta lo que consiente en su propia casa y se exponga a lo que se expone...
Y como Pedro Juan no mostrara señales de apurarse por conocer lo que dejaba apuntado don Elías, éste, tras un breve rato de silencio, continuó así:
-Pero, por otra parte, considera uno que esas cosas suceden por permisión de Dios para castigo de ciertos pecados gordos, y ya no hay razón para extrañarse de nada.
Pedro Juan continuaba oyendo y sin decir una palabra.
-Pinto el caso -añadió don Elías, satisfecho con la atención que le consagraba su oyente-: la Galusa2, esa mujerona que tiene en casa tantos años hace, desde dos o tres antes que él enviudara de aquella infeliz que valía más que pesaba; y lenguas hay que afirman si ciertos disgustos, emparentados con la sirvienta, tuvieron o no parte en la viudez. Pero eso, a Dios que lo sabe: el caso es que desde entonces y a creer a las gentes... y lo que a la vista está, esa mujer es la que raja y corta y manda ahí, por encima de la pobre Inés y del mismo Berrugo, que no se deja mandar de Poncio Pilatos. ¿Es esto algo, Pedro Juan? Pues con ser tanto, no vale dos cominos en comparación de lo que ha de verse luego; porque ya anda, como quien dice, llamando a la portalada, si es que no está mucho más adentro. ¡Eso ha de ser de órdago! ¡El castigo de los castigos!... De manera, hijo, que si la venganza puede consolarte de los agravios o de los perjuicios que en esa casa se te hayan hecho, vete consolándote ya, porque venganza has de tener, y pronta y bien cumplida.
Ni por esas se pintaba el menor signo de curiosidad en la cara del oyente, ni pronunciaba su boca una palabra. Don Elías no se creyó desairado por tan poca cosa; y después de una pausa no muy larga, comenzó a echar el resto de este modo:
-Ya que tanto te pica la curiosidad, y es muy natural que te pique, voy a contarte lo que hay sobre el particular que te anuncio... a reserva, por supuesto, de que han de caer mis palabras como en un pozo: ya sabes que no me gusta murmurar de nadie, y no quiero que mañana se diga, sin fundamento ni razón, que me meto en vidas ajenas... Y sábete ahora que de donde le ha de venir al Berrugo el golpe en la misma nuca, es de Marcones... ¿No conoces tú a Marcones el de Lumiacos, de donde es también la Galusa? Bueno: pues Marcones es sobrino carnal de ella, hijo de una hermana casada allí, y bien cargada de familia, por más señas. Este Marcos, o Marcones, como le llaman las gentes de acá y de allá, por lo grandote que es, desde muchacho tomó en aborrecimiento las labranzas de su casa, propias y en renta, que de todo había allí... cuando había algo, porque a la fecha de hoy, hijo del alma, si no es a préstamo o en aparcería... requiescat in pace. Volviendo a Marcos, has de saberte que buscando un modo de ganarse la puchera sin quebrantarse los lomos, discurrió estudiar para cura, después de darle el de su lugar medio curso de latín, y de levantarle el falso testimonio de que entraba por él como dedo por la sortija. ¡Bueno estaba el cura para enseñar a nadie lo que no sabía él! A todo esto, el Marcones era díscolo, rebeldote y soez, como un demonio; y armaba en casa cada catacumba porque tardaban en cumplirle el gusto de irse al seminario, que tiritaba San Pedro... Y aquí es donde se cree que empezó la Galusa a poner en contribución a su amo para suplir lo que no podía dar el pobre padre, ni aun deshaciéndose de lo mejor que tenía y con perjuicio de sus demás hijos. El asunto es que Marcones fue al seminario bien provisto de todo, y que se estuvo por allá dos años. Al cabo de ellos volvió a Lumiacos a pasar unas vacaciones, gordote como un tocino, casi cerrado de barba y empleando más los ojos en mirar a las buenas mozas que en leer los libros sagrados; porque, amigo, el corpazo aquél no se domaba sólo con latines, y Marcones no se apuraba mucho por contrariarle. En esto se le antojó una muchacha de buen ver y mejor hacienda, que conoció en Piñales yendo a la romería de San Pablo; y tira de acá, tira de allá, golpe por aquí y golpe por el otro lado, ella se fue reblandeciendo, porque al fin era hembra; él no se acordaba de los libros de la carrera más que de las nubes de antaño, y la cosa hubiera ido adelante si no la huele a tiempo el padre de la muchacha y la casa con otro más de su gusto, que se presentó de la noche a la mañana. Este golpe descompuso a Marcos, que era y es un saco de iras y rencores; pero como el perdido no era negocio que podía enderezarse con palabrotas fuertes y espumarajos de rabia, mientras le salía otro acomodo con puchera segura, vistióse otra vez el balandrán y se volvió al seminario. Cerca de otros dos años se aguantó en él, sabe Dios cómo, y a expensas de su tía, o lo que es lo mismo, del Berrugo, que ponía el grito en el cielo a cada sangría que le arrimaba la mujerona esa, pero que al fin pagaba. Lo que tenía que suceder, sucedió. Marcones no podía con la media sotana, porque las carnazas le pedían cosa muy diferente; y un día, bien fuera porque se hartó de aquella cárcel, bien porque le echaran de ella, o por los dos motivos juntos, pero nunca por las falsedades que él refirió, tomó el trote para Lumiacos, y desde Lumiacos se plantó aquí y tuvo una encerrona larga con su tía. De aquella encerrona salió amasado lo que después sucedió y lo que está sucediendo a la hora presente, y lo que sucederá en el día de mañana, o séase que, con el pretexto de ser amoroso sobrino de su tía y muy agradecido a los favores de su amo, dio en entrar en esta casa a menudo, pero con intención bien hecha de ir acercándose a Inés y obligándola poco a poco con la ayuda de la culebrona. Podría el Berrugo conocerlo o podría no. De cualquier modo, allí estaba la que mandaba en todos para obligarle a que anduvieran las cosas al gusto de ella. Si el Berrugo ha caído en la cuenta de lo que pasa, o si cayendo entra con todas, no se sabe a punto fijo, como no se sabe tampoco si la pobre Inés ha mirado con buenos ojos a Marcones; pero lo cierto de toda verdad es que no pudiendo Marcones, por el bien parecer, entrar en esa casa tan a menudo como a él le conviene, tomándose por disculpa lo poco diestra que está Inés en primeras letras, ha comenzado él, o comenzará de un momento a otro, a darle una lección cada día, a propuesta de la culebrona y con consentimiento de todos los demás. La cosa es hecha, como se ve, porque lo que no alcance Marcones de por sí solo, lo alcanzará su tía, que es más sierpe que la del Paraíso terrenal. En casándose Marcones con Inés, que es a lo que se tira, Marcones le buscará el gato al Berrugo, que le tiene bien gordo, ¡pero gordísimo! y dará con él, por escondido que se halle... ¡y figúrate tú, Pedro Juan; figúratelo, si puedes, qué es lo que sucederá con ese gato en tales uñas!... Te lo digo, Pedro Juan, que aquel día arde esa casa con el Berrugo adentro... si es que no arde también el lugar de punta a punta, con un vecino de las entrañas de Marcones ahíto de posibles... Conque ¿te vas enterando? ¿Te parece flojo el lío? ¿Piensas que es cosa de cuidado lo que tiene ya encima de su alma ese sujeto, para martirio propio y consuelo de desplumados por él?
Pedro Juan se encogió de hombros por toda respuesta a estas preguntas y por único comentario a la historia precedente, que de seguro le había parecido demasiado larga y poco interesante, porque su círculo de ideas y de relaciones era limitadísimo.
Sospechándolo por las señales, don Elías quiso rematar su obra con los siguientes pespuntes:
-Por supuesto que yo te entero de esas cosas, tan sabidas de memoria aquí hasta por los chicos de la escuela, porque a ti, metido en tu ría y en las mieses de Las Pozas, maldito si, fuera de Pilara, te importa lo de este barrio dos cominos. Y es bueno saber de todo.
-¡Pilara!... ¡Coles! -exclamó Pedro Juan desperezándose, como si saliera de pronto de una modorra-. ¿Y usté qué sabe de eso, don Elías?
-¡Pues no se te conoce que digamos!... ¡y como también tiene la moza pelo en la lengua, gracias a Dios!...
-Pos qué, ¿lo corre ella mesma, don Elías?
-Vaya, vaya: lo que tú buscas es que yo te regale las orejas; pero no estoy de humor de ello. Anda con Dios, que ya es tarde... y punto en boca sobre lo que has oído de la mía.
Y con esto y un golpecito sobre el hombro de Pedro Juan, se despidió de él don Elías y enderezó los pasos hacia su casa.
El Josco, olvidado ya de su escena con el Berrugo y saboreando a su modo el dicho de don Elías sobre los dichos de Pilara, continuó su camino hacia abajo; y en cuanto columbró la casa de la mocetona, echó una relinchada de las más resonantes; y eso que era muy poco dado a estruendos de ninguna especie... Pero como nadie le veía, y además no dejaba de estar contento...
Muy cerca ya del corral, echó otra tan repicoteada como la anterior. Anduvo un poco más y miró hacia el portal. No había nadie allí, y la casa estaba cerrada y en silencio, como todas las del barrio. De pronto oyó un ligero ruido y notó que se abría la ventana de la cocina que caía al soportal.
-¡Coles... si creo que es Pilara que se asoma! -exclamó espantado como si le hubiera salido el lobo en mitad de la calleja-. ¿Y qué la digo yo a estas horas y pico a pico los dos solos, si me arrimo allá?... ¡Sí, espérate un poco!...
Y apretó a correr hacia abajo, tapándose las orejas para no oír los carraspeos de la persona que estaba asomada a la ventana. Después le sucedió lo de siempre: que se lamentó de la ocasión desaprovechada, y se avergonzó de su encogimiento, y se denostó a sí mismo con las mayores injurias y los más duros improperios.
«Ese hombre», llamado así por Pedro Juan; el Berrugo por don Elías... y por todo el pueblo de Robleces cuando él no estaba delante; «don Baltasar» por cualquiera que se le acercaba, y «don Baltasar Gómez de la Tejera» en los sobres de las cartas y en los registros municipales, fue en su niñez Tasarín el de Megañas, quinto o sexto hijo de un pobre hombre conocido por este mote a causa de ser muy tierno de ojos. El cual Megañas era de lo más menesteroso que había en el lugar. Tasarín, así nombrado por lo menudito y sutil que era de cuerpo, pasaba por muy despabilado y hábil para cuanto no tuviera que ver con el oficio de su padre. Confirmando su buena fama, aprendió pronto y bien cuanto le enseñaron en la escuela, donde ya se manifestó recelosillo y con trastienda; y en cuanto tuvo trece años y hubo reducido a su padre a que, vendiendo el de la vista baja que aún estaba a medio hacer, y buscando de cualquier modo lo restante, le pagara el viaje, montó en el mulo que le correspondía en la recua que a eso se dedicaba entonces, y se largó a Sevilla, sin otro amparo que sus buenos propósitos de hacerse rico de cualquier modo, y la esperanza levísima de que un jándalo pudiente que estaba a la sazón por allá y era natural del mismo Robleces, le buscara una taberna en que acomodarse por de pronto.
Cómo se las compuso Tasarín entonces, cuando aún aquéllos eran tiempos en que la carrera de jándalo tenía aquí muchos golosos, porque daba buenos dineros, nadie lo supo jamás; ni tampoco se supo a ciencia cierta en qué ganó más adelante lo muchísimo que tenía, en opinión de las gentes, o los «cuatro cuartos para asegurar la puchera», que, según la afirmación del propio hijo de Megañas, era lo único que había logrado ahorrar, cuando, al cabo de veinte años de ausencia, durante los cuales feneció Megañas tras de su mujer y se fue dispersando o acabando también el resto de la familia, se presentó en Robleces modestamente vestido y sin pizca de aquella bambolla relumbrante con que solían llegar al pueblo nativo los jándalos montañeses, aunque no trajeran más que lo puesto y lo que decían haber derramado por el camino en onzas de oro y en pañuelos de seda. Lo único que trajo capaz de producir alguna sorpresa en sus contemporáneos, o (si se me permite la finura) coevos, de su propio lugar, fue una sobrecarga de más de diez años, encima de los que verdaderamente tenía: treinta y cuatro aún no cumplidos, y representaba cuarenta y cinco largos. Fueron también motivo de sorpresa los propósitos que apuntó de enredarse en labranzas y ganaderías, con el fin de sacar el mejor fruto posible a las tierras que desde Sevilla había ido comprando en el lugar. Aquello era «su pobreza; el sudor de tantos años de trabajo, y necesitaba mirar por ello para vivir de ello». Porque hay que advertir que Baltasar compró muchas tierras en su pueblo: todas cuantas se ponían en venta; y compró también la casa en que había nacido.
Estas compras las hacía, en su nombre, su padre, a quien él enviaba el dinero justo para eso, y un piquillo más como de propina «por la molestia»; pico tan alambicado, que nunca alcanzó a sacar de apuros al pobre hombre, ni mucho menos a curarle del ansia con que al fin se largó a la sepultura: el ansia de verse, siquiera una vez, con un equipo nuevo, «de arriba abajo», porque siempre quiso la mala suerte de Megañas que cuando tuvo para echarse unos calzones, le faltara la chaqueta, y cuando estrenó zapatos, careciera de sombrero. Aunque no lo lloraban tanto como él, lo mismo les sucedía a todos y a cada uno de los de su casa. La cual casa se reparó, en lo más apremiante, con algo que también vino de Sevilla con ese objeto; de modo que cuando llegó el jándalo a su pueblo, no le faltó donde albergarse por de pronto, aunque estaba ocupada la casa por un aparcero; pues contando con esa venida, se tenía de reserva el cuarto del portal, que nadie había habitado desde que le se tilló el suelo, que antes era de arcilla, y se blanquearon las paredes. Conviene advertir, por si no lo he dicho todavía, que esta casa pertenecía al barrio de Los Castrucos, al oeste del de la Iglesia, que está entre los dos, quiero decir, entre Los Castrucos y Las Pozas, pero mucho más apartado de éste que de aquél, que allá se le va en altura y en secano. Ahora, no se olvide tampoco que estos tres barrios solos forman la municipalidad de Robleces, como creo que ya se ha declarado.
Pues bueno: por llegar el jándalo éste a su pueblo con mucha fama de rico y negando él que lo fuese ni a cien leguas, cayó en la cuenta de que necesitaba construir una casuca si había de vivir allí medio regularmente, dedicándose a la labranza de las tierras que había comprado, para comer con el jugo que de ella sacara, a fuerza de pulso y de prudente economía, porque la vivienda en que había nacido, bastante milagro hacía con tenerse derecha en virtud de los puntales y reparos con que se la amparó años atrás; y andando en estos propósitos, o aparentando que los tenía, fue cuando se le llegó el Mayorazgo del barrio de la Iglesia con la pretensión de que le hiciera un anticipo, «con su cuenta y razón». Entraron ambos en explicaciones; entendiéronse, y ¡adiós proyectos de casa de nueva planta!; porque según se dejaba decir el hijo del difunto Megañas, toda «la miseriuca en efectivo» que tenía disponible, la necesitaba para sacar de ahogos a un amigo. El tal amigo, o sea el Mayorazgo mencionado, hombre que había poseído las mejores fincas rústicas del pueblo, y aún era dueño de la casa más grande y más ostentosa de todo el barrio de la Iglesia, estaba a la sazón acribillado de deudas y de pleitos; por añadidura, hecho un pellejo ya con madre, y además, amagado de un paralís, y medio idiota. Vivía solo, con un ama de gobierno más embrutecida que él, y acababa de embarcar para América al único pariente cercano que le quedaba en el mundo: un sobrinito de trece años, hijo de una hermana viuda que había muerto seis antes en Nubloso, donde estuvo casada con un tabernero que salió un perdido. Al decir del mayorazgo, este sacrificio por su sobrino fue «el trago de gracia que le tumbó en el suelo»; y por eso acudía al sevillano, «que debía tener las onzas a montones», para que, «por lo que fuera», le ayudara a ponerse a flote. Y a flote le puso el prestamista; y de tal modo, que a los dieciocho meses era suya la casa del Mayorazgo, libre y desempeñada. Fortuna para éste que, como si los días de su vida hubieran estado ligados a la suerte de su caudal, con el último vaso de aguardiente adquirido con los últimos ochavos que quedaban en el arca, caía redondo el infeliz, lo mismo que si le hubiera partido un rayo.
Ya tenía el hijo de Megañas ancho y bien oreado albergue. Gastó algunos cuartos más de su ahorrada «miseriuca» en repararle, en afirmar paredes de huertas y corraladas y en mejorar las cuadras y las accesorias que andaban casi por los suelos; y cuando lo tuvo todo a su gusto, comenzó a ocuparse, con empeño inteligente, en realizar los cálculos que tanto habían sorprendido a sus convecinos de Los Castrucos.
Antes de trasladarse el jándalo, llamado ya por algunos don Baltasar, al barrio de la Iglesia, no era sola aquella sorpresa la que el hijo de Megañas les había dado: fue bien pronto público y notorio su menosprecio por las cosas de tejas arriba, con excepción de unas pocas y muy secundarias; y no porque el jándalo alardeara de ello, sino porque no sabía disimularlo ni lo intentaba siquiera. Esta fue la segunda sorpresa; la cual subió de punto cuando le vieron fanáticamente devoto de Santa Bárbara, de San Antonio y de otros santos; fanatismo que no se concebía en un hombre tan descreído en otros puntos mucho más altos. Para entendernos mejor y más pronto: el jándalo Baltasar era un badulaque sin pizca de cultura moral ni intelectual; sin más necesidades en la cabeza ni en el corazón que el sacar todo el partido posible y en beneficio de sus nativas inclinaciones, del mísero pedazo de costra del mundo en que había ejercitado sus artes de explotador insaciable. Era irreligioso, porque la ley de Dios le ataba las manos rapaces y le imponía deberes penosos; pero rezaba a Santa Bárbara porque le librara del rayo que le espantaba; y a San Antonio, para que le hiciera encontrar cuanto se le perdía; y a Santa Rita para que no se le escapara una deuda que le parecía de cobro imposible. Naturaleza inculta y vulgar, era irreconciliable con el buen sentido y esclavo de todas las supersticiones. Se burlaba del médico, y admiraba al curandero; rechazaba con asco los jarabes de la botica, y se envasaba en el estómago, lleno de fe, las azumbres de inmundicias que le preparara un mendigo piojoso en un caldero indecente. Creía en brujas a puño cerrado, y en la virtud contra ellas del azabache, de los dientes de ajo y de las matas de ruda, y lo llevaba al cuello cosido en un trapajo. Creía también que la villería (comadreja) mataba el ganado de las personas que al topar con ella en un desván no la dijeran: «villería, Dios te bendiga de noche y de día», y él nunca dejaba de decírselo como la encontrara; consultaba a las adivinas y creía en el zahorí que descubría tesoros, siempre que no se interpusiera paño azul... ¡Oh, el tesoro oculto! Esta era su manía. Estaba al tanto de todos los más famosos en la larga lista de los que no parecen nunca, porque no hay quien dé con ellos o quien pueda acercarse adonde se ocultan; y entre tanto, él, que antes se dejaba sacar un diente que un ochavo, se dejaba robar por todos los presidiarios que le escribían pidiéndole dinero para los gastos de una empresa de aquella catadura, que había de valerle el oro y el moro. No hay que añadir lo de los días y números aciagos, y las crecientes y menguantes de la luna como factores importantísimos en ciertas ocasiones solemnes de la vida y hasta en el corte de las uñas. Todo esto era la normal en su temperamento de supersticioso. Por lo demás, era suave y hasta persuasivo de palabra; no se encolerizaba nunca, ni reñía con nadie, ni fiscalizaba las casas ajenas, ni siquiera mostraba interés por los asuntos del municipio, aunque hay quien afirma que de todo ello estaba muy bien enterado. Iba a misa cada día de fiesta, y se llevaba bastante bien con el párroco, no obstante las frescas que éste le cantaba por su modo de hablar de ciertas cosas sacratísimas. Vestía muy modestamente y no asomaba a la taberna. De vez en cuando echaba un partido a los bolos, y más a menudo jugaba a la flor de cuarenta con los viejos del barrio, los domingos por la tarde; y esto, mientras vivió como de prestado en su casa de Los Castrucos; porque en cuanto se trasladó a la del difunto Mayorazgo, tal laberinto revolvió en ella de ganado, de sirvientes y hasta de cubas y cuarterolas de vino que trajo de la Nava del Rey y de la Rioja, para vender a los taberneros de las inmediaciones, que no le quedaba un rato libre ni para ir a misa la mayor parte de los días de fiesta.
Y tan retirado andaba del trato con sus convecinos, que muy pocos echaron de ver las largas ausencias que durante dos meses hizo del pueblo; ni estos pocos supieron qué asunto las motivaba, hasta que un domingo, en misa, oyeron leer al párroco la «primera y última» de las proclamas de su proyectado casamiento con una tal Cruz Hormigueros y la Llosa, hija de Juan y de Petra, naturales y vecinos de San Martín de la Barra. Las bodas se celebraron allá, a los pocos días de la proclama; y media semana después llegó el nuevo matrimonio a Robleces y se estableció en la restaurada casona del barrio de la Iglesia, como era de esperar.
Cruz era guapa, muy guapa, y andaría rayando en los veinticinco años. Se fue viendo que además de guapa era dulce de genio, como una cordera, y blanda y compasiva de corazón. Súpose también que si no era de cepa de señores, contaba con un buen qué «para mañana o el otro» porque sus padres lo tenían, por lo cual no trabajaban, aunque vigilaban mucho el trabajo que otros hacían para ellos; y habían dado a Cruz una educación a la sombra, si no muy literaria, bastante por lo menos para formar en ella «una hija como es debido» y «una mujer como Dios manda».
Cómo se fue conduciendo en la vida íntima el hijo del difunto Megañas con una mujer tan excelente; cómo estimó el grosero jándalo las prendas de un carácter como el de Cruz, lo publicaron muy luego la expresión de pena mezclada de espanto que se pintó en su ojos, de mirar tan dulce y tan tranquilo antes; el sello angustioso de su boca, tan fresca y tan risueña siempre; la palidez que iba difundiéndose de día en día sobre el arrebol de aquella cara que fue tan saludable; la cabeza inclinada; el paso descuidado y perezoso... Y lo que no publicaron estos síntomas harto significativos, lo declaró la disculpable infidelidad de los sirvientes de la casa. Por ellos se supo que el jándalo se complacía en contrariar todas las inclinaciones y todos los gustos y deseos más nobles de su mujer; la empleaba en los oficios más duros y más viles, y no la permitía dar una limosna a un pobre ni disponer de un maravedí, aun para aquellos menesteres que estaban a cargo de la desdichada. Bien que ella vigilara la cocina y hasta cocinara, y remendara y cosiera y dispusiera el ollón extraordinario para los obreros, cuando los había; pero pagar con su propia mano, ajustar, siquiera, lo que no había en la huerta, en el corral o en el granero de la casa... ¡de ningún modo!: para eso estaba él allí; él solo, porque lo entendía, y para eso lo había ganado sudando a chorros... Los pobres que llamaran a la puerta, que acudieran a Dios, «si es que le había», o que se murieran de hambre... o que sudaran hieles, como él había sudado para adquirir el mendrugo con que se alimentaba y tenía que llenar la peste de bocas que estaban a su cargo. Esa era la ley, y por eso, y mientras él fuera quien era, no se sentaría nadie a su mesa sin haber ganado antes con su trabajo lo que en ella había de comer.
Y era lo más duro y desconsolador para la pobre Cruz, tan horriblemente sorprendida con aquellos sucesos de que no creyó capaz al zalamero pretendiente, que todas estas y otras mil cosas las decía y las hacía el marido entre cuchufletas y regorjeos, y hasta pasándole a ella muchas veces la mano por la cara, o haciendo una zapateta en el aire, o chasqueando los dedos, como los mozos cuando bailan al uso de la tierra.
Algo de ello trascendió hasta San Martín; y es cosa averiguada que los padres de Cruz vinieron en dos ocasiones a Robleces y trataron de indagar lo que podría haber de cierto en los indicios; pero como Cruz, temiéndose venganzas muy posibles si decía la verdad, alardeaba con sus padres de todo lo contrario, y su marido estaba hecho unas castañuelas, aunque la infeliz lloraba hilo a hilo cuando más ponderaba su ventura, y estaba ojerosa y descolorida y desencajada, como también andaba ya en «meses mayores», tomábanse aquellas incongruencias por fenómenos de este estado, y se volvieron los padres a San Martín, si no convencidos ni contentos, tampoco muy apesadumbrados.
En estas condiciones halló Inés el cuadro de su familia al venir al mundo. Cayó en brazos de su abuela, que estaba allí por previsión muy atinada de su madre no muchas horas antes de serlo; la cual abuela hizo en aquellos días una verdadera razzia en el bien provisto gallinero, sin importarla un ardite la cara que ponía su yerno cada vez que aleteaba una gallina entre las ansias de la muerte. El bautizo no fue muy ostentoso, pero tampoco miserable, gracias a los abuelos que apadrinaron a la recién nacida y argumentaron a su gusto la solemnidad.
Cruz recibió a la hija de sus entrañas como un don que el cielo la enviaba para consuelo de sus tristezas; los dulces deberes de la madre la harían olvidar los martirios de la esposa; las primeras sonrisas, las primeras miradas, hasta los vagidos de aquel ángel de Dios, serían para la mártir luces y melodías celestes que inundarían los ámbitos de la negra cárcel en que su existencia se consumía entre lentos dolores, sin el alivio que presta al ser más infeliz de la tierra, la libertad para quejarse de ellos. Y se entregó en cuerpo y alma a aquella santa misión, que rayó en locura de amor materno. Todos los jugos de su vida le parecieron poco para nutrir a la tierna criatura, y nunca veía llegada la hora de darle por última vez el néctar de su seno. ¡Se regalaba tanto la hermosa niña saboreándole codiciosa, mientras clavaba en los de su madre sus ojos negros y risotones! ¡Hacía unas monadas con aquella boquita, sonriendo y chupando al mismo tiempo! ¡Y cuántas veces la pobre madre, que se extasiaba contemplándola así, regó la carita de ángel con sus lágrimas! ¡Y cómo lo reía la inocente, recibiendo, como tibio rocío que la consolaba, aquellas gotas de hiel destiladas por un corazón que no latía ya sino para ella!
La naturaleza de Cruz, tan combatida por los dolores morales, no pudo triunfar de este gran esfuerzo físico sin padecer un profundo quebranto. Inés era «un rollo de manteca» al terminar su lactancia; pero a expensas de su madre, que quedó herida de muerte desde entonces. Con otro género de vida, con más sosiego y amor en el hogar, con otro marido más racional y menos inhumano, acaso se hubiera repuesto, porque el ambiente puro y santo de la familia obra milagros en las naturalezas, particularmente si son tan agradecidas como lo era la de Cruz; pero en aquella casa, con aquel hombre que si se había modificado algo en las manifestaciones externas de sus resabios ingénitos, porque hasta las bestias se ablandan un poco en presencia de sus hijuelos, era el mismo en lo esencial de su barbarie, todo intento en aquel sentido fue ocioso. Su inapetencia era calificada de melindre, y su debilidad, de holgazanería. ¡Fuera usted a hacer ganas con tales aperitivos, y a adquirir fuerzas con semejantes alientos!
Por fortuna, o mejor dicho, para menos desgracia de la pobre madre, Inés iba creciendo y esponjándose de día en día; llegó muy pronto a hablar esa media lengua que es el encanto de los niños y la delicia de los padres, y Cruz distraía sus pesadumbres y sus dolores enseñándola a rezar y conversando con ella. Más tarde vino la ardua tarea de educarla. Allí no había modo de hacerlo fuera de casa. Tanto mejor para su madre: ella la enseñaría cuanto sabía. Era poco, pero al fin algo que, cuando menos, serviría como base de lo que pudiera enseñársela después, «si se quería». Así aprendió Inés a escribir muy mal, a leer medianamente, a sumar y restar a tropezones, el catecismo de punta a cabo, y cuantos rezos y prácticas piadosas saben enseñar como el mejor maestro las madres cristianas.
Entre tanto, los males físicos de Cruz fueron agravándose; su marido despidió al médico que de tarde en tarde la visitaba, y la sometió al tratamiento de un curandero, rozador de oficio, que gozaba gran fama en aquellas aldeas. El rozador se enteró de la enfermedad, no por las explicaciones de la enferma, que no quiso darlas, sino por las de su marido, y dispuso en el acto un cocimiento de rabos de lagarteza (lagartija), moscas de caballo fritas en aceite, y otras cuantas indecencias más, en agua de ruda. Se colaría el cocimiento por una baeta usada (bayeta) y cuanto más usada mejor, y «el resultante se pondría a serenar dos noches a la temperie». De este resultante tomaría la enferma cosa de cuartillo y medio en ayunas, y como media azumbre entre comida y cena. Y no había que apurarse; porque si el remedio fallaba, tenía él otros de mucha más sustancia, que habían hecho milagros y volverían a hacerlos.
Por uno bien manifiesto no reventó la pobre enferma, que tomó la primera dosis de aquella barbaridad por no atreverse a resistir los mandatos de su marido; pero la entraron tales bascas, trasudores y desmayos, que se puso a morir.
Ni el supersticioso jándalo se atrevió a insistir en nuevas tentativas, pero trajo un saludador a casa. El saludador, después de reconocer a la enferma, dijo que su virtud sólo alcanzaba a las «llagas corrutas» y a las mordeduras de perro rabioso; pero que probaría con el anseo (vaho de la boca) solamente. Y el pedazo de bruto se hartó de vahar a las narices y boca de la desdichada, vapores de cebolla y aguardiente, que eran el lastre de la cloaca de su estómago; con lo que la enferma pensó fenecer allí mismo de indignación y de asco.
No dando fruto el saludador, vino una curandera. Reconoció a la doliente estirándola los brazos hacia adelante y juntando las manos palma con palma. Vio que los dedos de la una sobresalían algo de los de la otra, y declaró al punto que la señora estaba lijá (lisiada); lo cual consiste, según estas doctoras, en tener desencajados los huesos de la espalda. Había, pues, que encajarlos, y a eso se procedió inmediatamente. Se colocó detrás de Cruz la curandera, después de haberla mandado sentar a la altura conveniente; la agarró por los brazos y cerca de los hombros; tiró hacia sí con toda su fuerza, mientras con una rodilla apretaba en sentido inverso por el espinazo; y de esta suerte estuvo brega que brega hasta que se oyeron crujidos en la armazón de la paciente, más un grito dilacerante que exhaló la infeliz. En aquel crujido «estaba la cencia»: ya estaban «en caja» los huesos. Si para conseguirlo no hubieran bastado las fuerzas de la curandera, se hubiera amarrado a la paciente a los pies de la cama o a un poste; y tirando unos de los brazos y apretando otros por la espalda, se hubiera logrado también el mismo fin. Eso hay que hacer muy a menudo con los hombres y demás personas «algo duras de gonces». Hecho el encaje, había que cuidar de que no se deshiciera «de por sí»; y con ese objeto se bizmó a la víctima por el pecho y por la espalda; en seguida, a la cama, y quince días en ella boca arriba y bien alimentada3.
Por todo este calvario pasó la mártir sin proferir una palabra en son de resistencia; pero toda su abnegación no alcanzó a evitar que cuando el bárbaro marido la mandó levantar, porque «ya estaba curada», se encontrara sin fuerzas y sin movimiento, y tan dolorida como si tuviera hechos alheña todos los huesos de su tronco.
Sin embargo, no murió de este mal. El negro destino de la infeliz la reservaba para concluir de un golpe mucho más rudo y de una herida mucho más dolorosa. Y ese golpe vino de donde menos podía esperarse. Llegó a servir a la casa una mujer de Lumiacos, joven todavía y no fea, pero dura de genio y de mirar imperioso. Cualquiera hubiera pensado que no paraba tres días una sirvienta así en una casa donde las más humildes y placenteras no podían resistir dos meses la singular tiranía de aquel amo. Pues sucedió todo lo contrario. Sería por artes diabólicas que Romana trajera ocultas y supiera manejar en hora y lugar o convenientes; sería porque no hay hombre tan duro y compacto de madera que, bien estudiado, no tenga su veta débil en alguna parte; sería porque hasta las voluntades más enteras se encogen cuando chocan de improviso con otras que no lo son menos; sería por cualquiera de esos misterios o aberraciones, que no dejan de abundar en la naturaleza humana; sería, en fin por lo que se quiera o por lo que se le antoje al escrupuloso lector; pero ello fue que antes de dos meses desde su llegada de Lumiacos, la voz de Romana era la que más recio hablaba en la casona del barrio de la Iglesia del pueblo de Robleces; Romana quien corría con todo «por aliviar a la señora de una carga con que ya no podía»; Romana, en fin, el único ser de cuantos comían el pan amargo de don Baltasar, para quien las leyes de este tirano fueran letra muerta, y las punzantes y crueles chanzas, dulzuras, y hasta prodigalidades la ruindad.
Poco a poco la idea de este predominio en un carácter tan grosero como el de Romana, fue dando sus naturales frutos. Maltrataba a la niña Inés por los motivos más leves, se atrevía con su ama porque defendía a su hija o no comía de lo que todos, y la daba demasiado que hacer «con sus golosinas de embuste.» Este y otros descomedimientos aún más ofensivos, llegaron a indignar a Cruz, y un día se quejó de ello a su marido delante de la misma criada; pero el marido se puso de parte de la mozona de Lumiacos, sin una mala atenuación, sin la más insignificante salvedad.
¡Este sí que fue golpe de muerte! La justicia, el decoro, la caridad, la conciencia, el pudor... ¡todo lo había pisoteado y escupido aquel bárbaro, y todo lo había arrojado a los pies de la zafia fregona que se regocijaba en ello!
Por este lado vino la muerte, que se llevó a la infeliz madre en breve tiempo a mejor vida, entre el dolor de sus martirios y el espanto de dejar al pedazo de su corazón bajo la tiranía de aquellos desalmados.
Hubo terribles peloteras entre los suegros y el yerno: los suegros, porque pedían cuentas de lo que bien a la vista estaba, y el yerno, porque no las quería dar y negaba que hubiera razones para pedírselas; los unos, porque además temblaban por la suerte de la huérfana, y mandaban elegir al otro entre su hija y su criada; el otro, porque le asistía el derecho de quedarse con las dos, y no le reconocía en nadie para inmiscuirse en los negocios de su casa; los de San Martín, hechos un veneno amenazando, y el de Robleces, hiriendo con sus cuchufletas emponzoñadas; al fin, o porque en el corazón del jándalo, aunque poco y muy escondido, había algo de lo que tanto abunda en el corazón de otros padres, o porque el miedo al escándalo le intimidara, o porque en el estado civil en que le había colocado la muerte de su mujer le pareciera más peligrosa que antes su condescendencia absoluta a las imposiciones de su criada, sin declarar que transigía con sus suegros, hizo entender a Romana, en un tono de autoridad que jamás había usado con ella, que la niña Inés era su hija, y que se guardara nadie de negarla el lugar que la correspondía en aquella casa. Protestó la de Lumiacos contra el atrevimiento de su reprensor; pero observándole bien y conociendo que aquella vez daba en duro, abstúvose de golpearle más, para no comprometer lo principal en una brega inútil por lo accesorio.
Después de afirmar así sus derechos, envió a su hija, por una temporada, a San Martín, lo que no dejó de halagar a sus suegros. Estas temporadas se repitieron con frecuencia; y a ello debió la niña la ocasión, si no de mejorar gran cosa, de conservar, por lo menos, lo que la había enseñado su madre, y cultivar un poco su carácter y su inteligencia en el trato y la comunicación con algunas gentes algo más cepilladas que las de su casa de Robleces.
A todo esto Inés crecía, y sus contornos de niña iban adquiriendo la redondez y la turgencia de las mujeres físicamente precoces. En lo moral adelantaba menos. Era inteligente y hábil, pero se necesitaba ponerla en ocasión de serlo. Dejada a su libre arbitrio, se hallaba más a gusto con las ideas en reposo y la curiosidad adormecida. Como si su espíritu se hubiera empapado en las lobregueces del hogar paterno y en las tristezas y en los desalientos de su madre, en sus ojos negros y bien rasgados rara vez se pintaba la codicia por lo externo, ni en toda ella ese rebosamiento de vida, eso que tiene a todos los niños en constante inquietud por superabundancia de impresiones y de espolazos del deseo: era, pues, una niña perezosa, así de cuerpo como de espíritu, más que por naturaleza, por hábito, capaz de sentir mucho y de pensar risueño, pero con la sensibilidad y el pensamiento impresionados todavía por las arideces y tristezas de otros tiempos. En camino estaba de refrescar sus ideas y de reconstituir su espíritu con las nuevas auras que respiraba tan a menudo en el cariñoso albergue de sus abuelos; pero este camino se le fue cerrando la muerte, que en el transcurso de dos años y antes que ella cumpliera los diecisiete, se llevó a los pobres viejos.
Viviendo ya en Robleces sin la golosina de las escapadas a San Martín, aquélla su malograda reconstitución de espíritu, que parecía una desgracia, fue para Inés un verdadero beneficio del cielo; pues la misma indiferencia que la apartaba de todo interés y cuidado por los negocios domésticos, la salvó de los odios de la criada, que no se avendría jamás, sin algaradas y escándalos, a que nadie la sustituyera en el mangoneo libérrimo que allí ejercía por derecho de conquista. Participando probablemente de estos temores, no mostró el menor empeño su amo por despertar en Inés los deseos de ocupar en la casa el puesto que la correspondía. Antes, y en bien de la paz, halagó su indolente dejadez para que se mantuviera en ella. Después de todo, ¿qué más daba Inés diligente que Inés perezosa, si al cabo no habían de llevársela de casa más que por «afamada» de rica?
Y así pensando el padre, y la criada como se ha visto, y de acuerdo los dos, sin darse mutua cuenta de ello, en halagar las indolencias de Inés para mantenerla en su modorra, de tal arte se arreglaron, que cuando llegó a ser moza, y moza muy garrida de veinte años, tomaba por trabajo molestísimo hasta el de lavarse la cara. Las agujas y la escoba se le caían de las manos, las letras de molde la hacían chiribitas en los ojos, y el tufo de la cocina la mareaba. Salía a la calle lo menos que podía, y no hubiera salido jamás sin el deber de ir a misa cada día de fiesta y la costumbre de confesarse cada seis meses. Se pasaba las horas muertas meciéndose maquinalmente en una silla en la solana y dejando vagar el perezoso espíritu por los tranquilos espacios de su imaginación, olvidada de que vivía en Robleces y de que en Robleces había hombres que parecían bestias, como se lo habían hecho creer los pocos ejemplares en que había fijado, por curiosidad, la vista; persuadida de que, puesta de pie sobre la cúspide de la montaña que tenía enfrente, tocaría el cielo con la cabeza; sin noción alguna de lo grande que era el mundo, ni del imperio que ejercían las mujeres en él; sin la noticia más vaga de lo que eran pasiones, ni el más leve barrunto de las tempestades que cabían en la pequeñez del corazón humano.
Algo se agitaba en el suyo, de vez en cuando, que le hacía latir más de continuo que lo usual; algo bullía en su mente adormecida que le alborotaba las ideas, cuyos choques producían relámpagos que ensanchaban los horizontes limitadísimos de su imaginación; algo que, relacionado vagamente con estos fenómenos, la impresionaba el organismo de modo que sentía en sus ojos hambre de luz, y en toda su alma sed de contemplación y de análisis; impulsos de combatir la lobreguez de su cárcel con el calor de otro fuego que presentía. Entonces pensaba en ser diligente y esmerada y útil, y se avergonzaba de su dejadez nada pulcra. Pero estos arrechuchos pasaban, como sueños de fiebre. Despertaba Inés y volvía con su memoria fría a lo soñado; mas ¿qué eran en sustancia todos aquellos algos, ni qué se le daba a ella porque fueran o dejaran de ser sensaciones casuales y pasajeras, o señales de movimientos más hondos? La realidad de su vida era aquel caserón en que ella se había ido formando entre los martirios de su madre, el inclemente, descariñado y repulsivo fisgoneo de su padre, y la tiranía abominable de Romana. A eso la había amoldado la fuerza irresistible de las cosas. Pudo ser su vida un interminable calvario; por un milagro de Dios iba llevándola adelante sin cruz y sin espinas. ¿A qué pedir más, ni con qué derecho, ni para qué lo necesitaba? Y aunque lo necesitara y tratara de pedirlo, ¿en dónde... a quién? Y si no lo pedía, ¿de dónde había de venir por obra de caridad lo que no había en todo el espacio que abarcaban sus ojos, ni quién podría sospechar más allá de aquellos reducidos horizontes, que en el caserón de Robleces existía un ser que, de vez en cuando, distraía los ocios de su cerebro cavilando en semejantes locuras?
Con este modo de pensar y de ser, entró en los veintiún años, lo más florido de la vida, aquella mujer de cuya hermosura plástica se han dado señas dos capítulos más atrás; y por entonces fueron los conciliábulos de Marcones y su tía la Galusa para la conquista del gato de que nos informó don Elías hablando con Pedro Juan, al mismo tiempo que de otros sucesos, de cuya veracidad en todos sus pormenores certifico yo aquí...
Pero, a todo esto, ¿tenía gato aquel hombre, fuera del «pasar» que había heredado de los suegros, y no era suyo, sino de su hija? ¿Quién estaba en lo cierto? ¿Él, que afirmaba cien veces cada día que sólo poseía «cuatro tierrucas y poco más de nada» o «todo el mundo», que le consideraba «podrido de onzas de oro»?
La verdad es que el tal sujeto hacía todo lo posible por justificar con sus actos sus afirmaciones. Vivía hecho un esclavo de sus haciendas, de sus ganados y hasta de sus sirvientes. Comía poco y de prisa, se levantaba con el sol y se acostaba tarde. Cuando no tenía criados a quienes arrear, cuarterolas de vino que vender, faenas que presidir, cuentas que tomar, trabajos, en suma, que reclamaran toda su atención y aun su personal esfuerzo, no sosegaba un instante: en el corral amontonaba la leña esparcida por el suelo, o apañaba orcinas (astillas muy menudas) que iba echando en una triguera; en las cuadras, atropaba con una rastrilla los pelos de yerba caídos delante de las pesebreras; en el cercado contiguo a la casa, recogía los cantos arrojados por los chicos, y los volvía a la calleja; esparcía las toperas, espantaba las gallinas, franqueaba las sangrías o canalitos de riego que estuviesen obstruidos; en el huerto de atrás, sorrapeaba los caminos, inventariaba los pies de berza y perseguía los caracoles; en la cocina, olía lo que se guisaba, daba un vistazo al hornillo de la leña, despertaba el ollón de los criados y sacudía la alcuza junto al oído; en la despensa, revisaba el tocino y los garbanzos, recontaba los huevos y las longanizas, y veía si se conservaban bien tapados los agujeros de los ratones; en el estragal, en la bodega, en el corralón trasero, reconocía los aperos, colgaba los que debieran estar colgados y arrimaba a la pared los que anduvieran por el suelo; echaba pinos en los ojos de las azadas para acuñar los mangos; rascaba el barro seco a los rodales... en fin, no paraba; y tan pronto se le veía en la sala con una rastrilla en la mano, como en la cuadra con el chaleco entre las dos, sin sosiego para vestírsele; y siempre murmurando censuras entre dientes y chanzonetas mordaces, largando tal cual piña por la espalda a este sirviente distraído, o soltando una desvergüenza a la otra obrera; ponderando el caudal que se despilfarraba en desperdicios, por incuria, y evocando tiempos en los cuales costaban las labores mucho menos y lucían doble más.
Por supuesto que no se trabajaban en su casa todas las tierras que don Baltasar había ido comprando. ¿Ni cómo hubiera sido eso posible, si era suya la tercera parte de las mieses del pueblo? Y sin poderlo remediar el infeliz, porque él no buscaba jamás a los vendedores: al contrario, eran los vendedores los que acudían a él; y no así como quiera, sino metiéndole las tierras por los ojos y rogándole mucho en fuerza de la necesidad. Porque, como él decía, en casos tales: «¿Qué demonios he de comprar yo, benditos de pelar, si no tengo un ochavo sobrante después de llenar la tripa a los lobos de mi casa?... ¡Si siempre estoy a la cuarta pregunta; y tan corta es la manta, que si me tapo la cabeza se me descubren los pies!» Y al fin, arañando dos de aquí y cuatro de allá, y haciendo un sacrificio por el gusto de hacer un favor, y perdiendo un poco cada uno, se quedaba con la finca, que no necesitaba.
Lo propio sucedía con los préstamos. Nunca tenía disponible más que lo justo para el último que le pedían; y eso registrando mucho los cajones y hasta la pelusa del bolsillo. De manera que solamente amarrando y amarrando esta condición y la otra garantía, y previéndolo y justipreciándolo todo, podía resolverse a hacer el favor que se solicitaba de él. «¿No veis» -decía con todo el acento y todas las señales de tener razón -, «que en la estrechez en que vivo y con los ahogos que hay en mi casa, uno solo de vosotros que me falte me echa a pique, me hunde para in soecula soeculorum? Y bueno que el favor se haga; pero no de modo que se salve el favorecido y se pierda el favoreciente».
De este mal fenecieron para sus propietarios menesterosos, una buena porción de fincas del pueblo de Robleces, entre ellas las del pobre Lebrato. Primero cayeron las tierrucas; después el ganado, que no era mucho, cabeza a cabeza; tras el ganado se fue la casa; y como al ocurrir cada una de estas caídas, ya quedaba preparado el tropiezo para otra, por aquello de que «quien se ahoga no mira el agua que bebe», después de la casa fue la barquía, y tras de la barquía la chalana... en fin, hasta las redes. Cierto que todo ello quedó en poder de su primitivo dueño, pero todo y cada cosa pagaba su canon al nuevo posidente; y como los tiempos no iban bien y los cálculos mejor hechos fallan de continuo, el mísero Lebrato, tras de verse desposeído de todo cuanto fue suyo, tenía una deuda constante que nunca lograba saldar, por más esfuerzos que hacían él y su hijo en la tierra y el mar, allí sudando las hieles a chorros, y acá arriesgando la vida muchas veces... porque no había que olvidar que el día en que al «amo», usando de su derecho, más o menos puesto en justicia, se le antojara echarlos de casa y reclamar cuanto en ella y fuera de ella era suyo, no les quedaba otro remedio que coger un cesto y echarse a pedir limosna de puerta en puerta. Ahora se traslucirá la razón del regalo de los peces, y lo de las brusquedades de Pedro Juan, que no entendía de contemplaciones ni de perfiles, con su amo.
Decíase que la mano de éste alcanzaba, por idénticos motivos, muy afuera de Robleces; y se citaba el caso, entre otros, de un pobre hidalgo de Campizas, cogido entre las uñas del Berrugo y a punto ya de espirar en ellas.
El cual Berrugo, en el vagar que le dejaban los entretenimientos que se han citado, y cada vez que lo juzgaba de necesidad, se encerraba en el cuarto del portal, que le servía de despacho, y hasta de bodega cuando le convenía; y por lo que allí papeleaba y descubría, sé yo que tenía muchísimo dinero, bien colocado y mejor garantido en Andalucía; dinero que iba aumentando considerablemente de año en año, porque sus productos eran muchos, y poco más de nada lo que de ellos consumía su dueño. Con estas pequeñeces y otros negocios muy emparentados con ellas, tenían que ver las escapadas que de tarde en tarde hacía Berrugo a la ciudad, por caminos excusados para acreditar su afirmación de que iba a tal o cual aldea a pedir un favor a un amigo.
Conque ¡vaya si tenía gato, y gato gordo, aquel hombre! ¡y vaya si tenía razón «todo el mundo» para afirmarlo, como lo afirmaba, sin saberlo a ciencia cierta!
Quien lo sabía así, como lo sé yo, era la Galusa; pero, por su desgracia, el tal gato no estaba en onzas de oro y en ochentines, encerrado en botes de hierro, sepultados bajo esta losa, u ocultos en tal lima del tejado, donde con buena nariz o con buen arte, se da con ellos desde luego, o se desentierran «el día de mañana». El gato de su amo estaba en especie; y lo que de ello andaba al alcance de su mano, no era de lo que se queda fácilmente entre las uñas, por diestras y afiladas que sean. La Galusa lo conoció muy pronto, y pensó en clavarlas más adentro, para llevarse, no una tira de la piel, sino el animal casi entero. Este propósito, que ya le tuvo desde el punto y hora de enviudar su amo, se enseñoreó de ella con doblado imperio tan pronto como acabó de convencerse de que no eran bastante las migajas de aquella mesa para saciar unos apetitos como los suyos. Pero le salieron erradas estas cuentas, que le parecían tan galanas y hasta muy puestas en razón. Su predominio con el viudo no alcanzaba a tanto como eso. El Berrugo podía tener una debilidad de cierta clase; pero dejarse atar de pies y manos, como su criada pretendía para desplumarle a mansalva... ¡a buena puerta llamaba con su tapujo la culebrona!
Resignóse la Galusa, por no perderlo todo, a quedarse, por entonces, sin lo soñado, y dejó al tiempo que resolviera en definitiva; pero sin soltar la veta por donde tenía cogido a su amo.
Considérese ahora si le parecerían de perlas los proyectos de su sobrino: proyectos que jamás se le habían ocurrido a ella, porque habiendo negado Marcones «por aquéllas que eran cruces» lo de su fracaso con la moza de Piñales, y vuéltose en seguida al seminario, tan fresco, al parecer, como si fuera verdad lo que juraba, creyó su vocación muy decidida; y en este caso, ¿a qué ni para qué echar con las ideas por aquéllos ni por otros derroteros semejantes?
Dueño Marcones de Inés -¡y vaya si la conquistaría por malas o por buenas en cuanto se le franquearan las puertas de la casa!- lo sería también del gato; y siendo dueño del gato el sobrino, en cambio de la ayuda que la tía le prestara, sacaría ésta una tajada en un dos por tres, como no podía esperarla nunca de su amo, por esclavizado que le tuviera a su yugo.
La dificultad única y por de pronto, consistía en que el Berrugo, que tan a regañadientes había dado dinero, aunque bien poco, para ayudar a Marcones en su carrera, consintiese en verle holgando en su casa después de haber ahorcado los libros. La Galusa se encargó de vencer esta dificultad como mejor supiera y pudiera; y pudo y supo lo bastante para conjurar las iras y resistencias de su amo con un buen trasteo de embustes: al cabo, no se trataba de pedirle dinero ni cosa que lo pareciera, sino de enterarle de que Marcos, por motivos bien o mal forjados en la inventiva de éste, se había visto obligado a hacer un alto en su carrera; alto que podría durar dos o tres meses... lo mismo que dos o tres años.
Ello fue que Marcones, después de hecho este desbroce en el camino de sus intentos, dio en visitar a menudo a su tía; que se pasaba las tardes enteras en la casona de Robleces, «porque» -como decía a su amo la Galusa- «el pobre muchacho era tan cariñoso y agradecido, y tan apenado se vela por el percance, que en ningún rincón hallaba sosiego sino al lado de su tía y de su generoso protector»; que Marcones trataba de interesar a Inés en sus conversaciones, siempre que podía; que la Galusa sabía dejarse caer a tiempo sobre las indiferencias geniales de Inés, con discretos panegíricos de las prendas del mozón, cuando éste no estaba presente; y por último, que, a pesar de que Inés y Marcones se habían tratado muy poco hasta entonces (porque no fueron muchos los viajes que el segundo hizo a Robleces después de atrapado el auxilio que la Galusa logró arrancar a su amo) y de no haberla caído nunca muy en gracia, no vio con disgusto aquellas largas visitas del de Lumiacos, con las cuales distraía un poco la insulsez enervante de su método de vida. Y es de advertir aquí que Marcones, cuando se empeñaba en ello y no se lo estorbaba la iracundia feroz que le poseía, era dulce de palabra y bondadoso de mirar, y daba a las conversaciones, ya que no gran interés, porque le faltaba ingenio, cierta unción que seducía fácilmente a personas tan desprevenidas e inexpertas como la hija de don Baltasar.
Por el médico don Elías se conocen los principales rasgos del carácter y de la naturaleza física de este mozo. Poco queda que añadir aquí para terminar su retrato de cuerpo y de alma. Aquél era grandote, más por lo macizo y relleno que por lo alto, aunque lo era bastante; relleno y macizo de tal suerte, que en cualquiera porción de él en que se fijara la vista predominaba la curva cerrada, casi hasta la circunferencia; los pies, las manos, los hombros, el pescuezo, la cara: otros tantos círculos mal hechos; bollos híspidos, más chicos o más grandes; aquí uno por uno, allá sobrepuestos o acoplados; pero siempre el bollo, particularmente en la cara, que se componía exactamente de dos, uno más pequeño que otro, unidos de golpe, quedando hacia abajo el más grande y correspondiendo las sienes y parte de las orejas a la mayor depresión de los perfiles laterales. Sin embargo, la cara no resultaba fea, porque los ojos eran grandes, negros y expresivos, y la boca y la nariz muy regulares. El color, ordinariamente moreno limpio, de nariz y mejillas arriba; y de allí para abajo, incluyendo la papada y cuanto se veía del pescuezo, el negro agrisado del cisco, resultante de la gran espesura y fortaleza de su barba rapada. Digo que ordinariamente era moreno limpio su color, porque cada movimiento del ánimo le transformaba en verde bilioso, así como a la habitual dulzura de su mirada, en celaje fulmíneo.
Con ser tan de bulto esta figura, lo primero que un buen observador veía en ella era lo de adentro; y no le ocurría pensar lo que al vulgo de los que miran: «este hombre sería hasta buen mozo si estuviera vestido de claro y no tan relleno», sino «eso es un odre de iras y concupiscencias». Era demasiado transparente el cendal para que, sabiendo mirar, no se viera debajo el hervidero de lavas dispuestas a saltar en chorros al primer alfilerazo que se diera allí.
Inés, que era vulgo para mirar como para tantas otras cosas, pensó también de Marcones, oyéndole y observándole despacio y muy de cerca, que con menos carne y con ropa más alegre, podía ser «hasta buen mozo». Y eso que Marcones se había presentado en Robleces con la menor cantidad posible de seminarista, en lo externo; pero tras de que hay oficios y carreras que imprimen sello indeleble en quien los ejerza o siga, la secularización del de Lumiacos no podía pasar de ciertos límites si no había de fracasar en la introducción de la comedia que se disponía a representar.
A pesar de esta precaución indispensable, como la paciencia no era la virtud del seminarista, procuraba éste aprovechar bien el tiempo para abreviar los trámites de su proyectada empresa; y sin descubrir todavía la punta de sus intenciones, preparaba el terreno desplegando ante Inés todo lo que él creía pompa de sus recursos; y ahora con un latín del Doctor angélico, después con la explanación de un punto de moral práctica, luego con una descarga de apóstrofes contra las malas costumbres del día, otra vez con un himno dulzón a la doncella fuerte, y un catálogo muy encarecido de las prendas que debían de poseer los hombres para ser dignos de la amorosa elección de «ciertas mujeres», lograba producir en el ánimo de la indocta hija de don Baltasar algo de la fascinación que en el del tosco lugareño ejerce el charlatán que traga estopas ardiendo y escupe luego cintas de colores. Por de pronto le admiraba Inés por lo mucho que sabía y hasta por lo bien que lo charlaba. Después, hay que tener presente que Marcones era la única persona, relativamente culta, que había tratado íntima y familiarmente; que ciertos puntos que Marcones había tocado en sus fogosas homilías sobre determinados movimientos del corazón humano, eran casi los mismos que tantas veces había querido explicarse ella durante los pasajeros arrechuchos de su alma; que el preopinante era vehemente y que se poseía hasta echar lumbre por los ojos cuando, hablando de estas cosas, los clavaba en los serenos y dulces de Inés; que Inés era toda sinceridad y buena fe, al paso que en el otro no había pizca de semejantes ingredientes; y teniendo presentes estas y otras que fácilmente se presumen, no es de extrañar que si la admiración de Inés no pasaba de la sapiencia de Marcones, su curiosidad hallara en la persona del sabio un cebo que no ofrece el hombre que come estopas encendidas, al palurdo que le admira por eso sólo.
Desde luego, en el mucho saber del seminarista halló Inés la medida de su propia ignorancia, y hasta tuvo sus conatos de avergonzarse de ella; no porque sintiera la necesidad de conocer los Lugares teológicos ni la gramática latina, que a desconocer esto no lo llamaba ella ignorancia, sino porque, fuera del catecismo y de escribir desastradamente, no sabía pizca de nada; y esto era demasiado poco saber para la hija de don Baltasar Gómez de la Tejera... ¿Dejó traslucir Inés este pensamiento? ¿Se le adivinó Marcones? ¿Entraba en los planes de éste el acuerdo a que el caso dio lugar? ¿Anduvo en el ajo la Galusa? No se sabe; pero es lo cierto que un día quedó convenido entre Inés y él, con pleno y gustosísimo consentimiento de don Baltasar, que Marcones, tan suelto de pluma y entendido en cuentas, en gramática y en otros ramos de la primera enseñanza, comenzarla a dar lecciones a Inés, tan asidua y provechosamente como el mejor maestro de escuela.
Y henos aquí, aunque no tan pronto como yo había pensado, empalmando el remate de esta digresión indispensable, con los corrientes sucesos de este libro, en el punto en que quedaron al despedirse don Elías de Pedro Juan, después de haber salido éste de casa del Berrugo.
Pero ¡qué naturaleza más singular la de Quilino! Él bailaba como una peonza; él relinchaba mejor que nadie en todas las rondas de mozos; él se enternecía hasta el lloro a moco tendido, en un entierro; él cantaba la misa, que se las pelaba; él revolvía el corro de bolos... en fin, donde se moviera algo, donde pasara algo que no se moviera ni pasara a todas horas y en todas partes, triste o alegre, allí estaba él sin ser llamado por nadie, sin hacer falta ninguna y sin servir para maldita de Dios la cosa, sino para enmarañar dificultades, agriar lo dulce o entorpecer lo hacedero. Sólo en muy determinados casos era Quilino el primero de todos los concurrentes, quiero decir, el que se llevaba la mejor parte: verbigracia, en los casos de zambra y alboroto entre los mozos del pueblo, por rivalidades de barrio o cuestiones de galanteo. Con ser él incapaz de herir a una mosca, ya se sabía: la primera bofetada o el primer garrotazo, para Quilino; y Quilino al suelo.
Pasaba de los veinticinco años, y, por lo menudo y lampiño, apenas representaba veinte; queriendo aparentar una corpulencia que no tenía, se mandaba hacer la ropa con muchos sobrantes; y de este modo resultaba lo contrario de lo que se proponía: que destacaba más su pequeñez, amén de parecer vestido de prestado. Los domingos se llenaba las orejas de claveles, la cinta del sombrero de siemprevivas y plumas de pavo real, y las alpargatas de dibujos de hiladillo verde y encarnado. ¡Todo por las buenas mozas! Y precisamente era de ellas, de las buenas mozas, de donde salían las zumbas más crueles y los motes más depresivos para él. No tenían número las calabazas que llevaba recibidas en el pueblo y fuera del pueblo; y esto era lo que le perdía ya en todos sus empeños amorosos: la fama, que le seguía como su sombra, de «barrido de todas las cocinas...» Porque, aparte de ello, Quilino, en buena ley, no merecía tan mal trato: era trabajador, no bebía, era hijo de buenos padres, y no pobre de solemnidad; y estampas más ruines que la suya habían hallado buenas colocaciones en el lugar. En honor suyo hay que decir también que, gracias a sus buenas prendas, nunca llevó las calabazas en crudo. Se le dejaba rondar, se le abrían las puertas de la casa los sábados por la noche, se le daba ingreso en la cocina; y cuando era llegado el momento de «hablar», se le respondía indefectiblemente que la moza estaba comprometida o esperando a que «hablara» el mozo que se le había anticipado... ¡«Recongrio...» y cómo se ponía entonces contra «la perra desgracia» que siempre le llevaba tarde a esas cosas! ¡Y con qué altanería alegaba en público aquellas despedidas corteses, contra los murmuradores que le contaban los antojos y galanteos por descalabros en seco!
A un propósito no menos caritativo obedecían las largas que Pilara le iba dando en sus asedios pertinaces. Le dolía mucho a la noble mocetona despabilar secamente al pobre muchacho que con tanta obstinación y con tan honrados fines la perseguía, si no hemos de creer a los que afirman que Pilara conservaba a Quilino por obligar más a Pedro Juan, que era celoso. Y es de advertir que jamás estuvo Quilino tan obcecado por moza alguna, como por Pilara. Achacábase esto en público a que Pilara era el mejor acomodo de cuantos Quilino había tanteado, con haber sido buenos todos los demás; pero yo me inclino a creer que entraban por mucho en los entusiasmos de Quilino, que era una pólvora, las prendas personales de Pilara; prendas que Quilino no había visto reunidas hasta entonces en una sola moza de su «comenencia».
El caso es que él insistía en sus trece, y que estaba resuelto a insistir mientras no se le plantara en seco en mitad de la calleja. El suceso de la Arcillosa, con el subsiguiente de la llegada del Josco, al mismo goterial de Pilara cuando él se disponía a tener con ella y con toda su casta una explicación que dejara bien deslindados los campos, le acabó de encalabrinar, y aquella noche no pegó los ojos. Pensando y pensando, creyó que, para acabar de una vez, le tenía más cuenta ajustar la que le desvelaba con el mismo Pedro Juan, por la buena y en paz y en gracia de Dios; y como era mozo que no dejaba que se le encanecieran en el cuerpo las resoluciones que tomaba, en cuanto apuntó el día se tiró de la cama y echó a andar hacia Las Pozas, haciéndose el sordo a los mugidos con que desde la cuadra le pedían las bestias de pesebre el acostumbrado desayuno.
-¡Recongrio! -pensaba Quilino mientras iba varga abajo, unas veces callandito, y muy a menudo hablándolo bien recio y con la mímica que cada pensamiento reclamaba-. Esto tiene que acabar hoy, o va a haber una gorda en Robleces... Lo que se está hiciendo conmigo no tiene igual... ¡vamos, no tiene igual!... Bueno que al hombre se le estime en más o en menos de esto u de lo otro, porque pa eso están los ojos en la cara y el sentío en los aentros; pero ¡congrio! que se le diga... ¡que se le diga, congrio! y hablando se entiende la gente. Eso de callarse, como se hace conmigo un mes y otro mes, y hoy no te respondo y güélvete mañana... ¡hombre, esto ya es ultraje pa uno y puro menosprecio!... Pero ¡recongrio! ¿por qué me habrá pasao lo mesmo en toas partes? Si dijéramos que yo me descuido... ¡Pero si moza vista por mí, que me convenga, ya tiene el envite encima! ¡Y con too y con ello, siempre envido tarde!... ¡Ahora, dígaseme si esto no es la pura desgracia en carnes vivas!... Corren malas lenguas que too ello es castigo de Dios porque me dejo llevar de la cubicia en esas cosas... ¡Mentira, congrio! Si pongo los ojos en moza que tenga los fisanes, yo tengo la sal pa la puchera... y esto no es ser cubicioso... Quisiera yo ahora mesmo de repente que Pilara no tuviera pan que llevar a la boca... ¡Se vería, congrio, se vería si Quilino la golvía la espalda como se la golverían otros que hoy se beben los aires por ella!... ¡Recongrio, qué personal de moza el suyo!... ¡Y decirme a mí que tengo en más los cuatro intereses que puedan tocarle en el día de mañana, que aquella rebustez de carnes y aquel mirar de ojos... y aquellos!... ¡Recongrio, cómo me gustan a mí las mozas grandes y de güena color! ¡Me alampo, congrio, me alampo por ellas! Y cuanto más grandes, mejor que mejor... ¡Si, pensándolo bien, no sé como pude pedir a Quica y a Nestasia, que no me allegan a mi a salva la parte! Y luego ¡tan esmirriás y bajucas de color!... Pos güeno: yo voy ahora a Las Pozas; voy a verme con Pedro Juan, porque quiero que se me estipule claro eso... Pero ¡recongrio!... ¿qué puede haber visto Pilara en el Josco que no haiga en mí? El Josco, fuera del alma, no tiene sentío corporal: es una pura bestia; y hoy por hoy, está, en punto a intereses, más a esquina viva que yo. Y si levanta media cuarta por encima de mí, y es más doblote y más... ¿qué vale eso, recongrio? ¿Sabe de letra lo que yo sé? Pos no conoce la O... ¿Sabe echar un Kyrie ni entonar solo en una ronda... ni rondar tan siquiera?... ¿Baila él, por si acaso? ¿Se arriesgó en jamás a decir a una moza «güenos ojos tienes?»... ¡Que anda en la mar como por su casa, y que es forzudón en tierra y hace su labor de labranza como la hacen pocos y sin decir jus ni muste, y siempre a su cuento!... ¿Y qué vale eso, recongrio? Yo tamién cumplo con mi deber y llevo mi labor palante sin que me pise naide los pies; y respetive a la mar, nunca en ella anduve; pero si me avezara, nos veríamos ¡congrio! nos veríamos... Y a más a más, yo canto igual de Iglesia que de too lo que salga; yo sé de pluma como pocos del lugar; yo echo un armón a una pértiga si se me da la herramienta al caso; yo hablo en concejo tomando la vez de mi padre, que no se atrive y no basta el vecindario entero a tapame la boca cuando se empeña en que yo no soy quién, por hijo de familia, pa decir palabra allí... ¡Recongrio! ¡yo me meto en toas partes en que se meta alma nacía pa hacer lo que haga el más guapo!... ¿Y vale él pa eso, congrio? ¿Se atrive tan siquiera a probar si vale u no vale? ¡Y con too y con ello, Pilara esperando y esperando a que hable el Josco, y tú, Quilino, a resultas, y güélvete mañana y güélvete otro día!... ¡Recongrio, yo digo otra vez que esto no se puede aguantar en pacencia!
Aquí tiró Quilino el hongo roñoso y descolorido al suelo, con gran furia, y pateó tres veces alrededor de él. Había llegado al portillo que separa las praderas de la sierra calva, y desde allí se columbraba ya el tejado de la casuca del Lebrato. Quilino, después de desahogar con interjecciones y pataleos lo más agrio del repentino berrinchín, pensó que sería muy conveniente, antes de encararse con el Josco, disponer con sosiego el plan, o siquiera los puntos principales de su embajada; y con esta idea tan cuerda, se sentó en el mismo portillo, que era de vallado, a la sombra proyectada sobre él por el alto y espeso bardal en que estaba embutido.
Sentado Quilino tan guapamente, volvió a funcionar su discurso del siguiente modo:
-Yo voy ahora mesmo a Las Pozas, porque nesecito verme con Pedro Juan. Bien cercuca está ya la su casa: en dos saltucos estoy allá. Curriente... Yo llego a verme con el Josco y le digo: «Pedro Juan, no vengo al auto de lo de ayer tarde en la ré... Tuve un pronto allí, tuvistes tú otro, mos desapartaron... y sacabó esa historia... Yo no te quiero mal, aunque otra cosa te digan malos quereres y piores lenguas; pero bien sabes que me pasa... esto y lo otro y lo de más allá...» ¡Recongrio! que me pasa esto no lo puede negar él; y no pudiendo negarlo, en josticia estoy al hablarle de lo que le hablo. ¡Pos, hombre, podía no conocerlo así!... Curriente. Que lo conoce y me contesta: -«Quilino, ¿qué es lo que quieres de mí?» -«Pos, hombre», le digo yo, «que anoche estuviste en cá-Pilara; que no sé, a la hora presente, si hablaste u no hablaste en finiquito; y que si hablastes u no, y si te arrespondió que tales o que cuales, lo quiero saber de tu boca y no de la suya, pa acabar así primero con esta consumición que me está acabando a mí...» ¡Recongrio! me paece que tamién esto es de lo menos que puede decir un mozo que se ve como yo me veo... Si el Josco fuera un sujeto del aquél de los demás sujetos, no habría qué sobre el caso; pero tras de que nunca es él muy parcial ni explicativo, es hombre de lunas; y cuando la tiene, como paece que la tenía ayer en la Arcillosa, larga la guantá antes que la palabra... Esto hay que conocelo y estimalo en el caso presente; porque ¡recongrio! yo tamién soy hombre de güétagos; y en cuanto doy con otro que tal, me enrito en un periquete y me... Vamos ¡congrio! que me pierdo... ¡me pierdo!... Pos pinto el caso que le da por la güena, y me dice: -«Quilino, de eso que deseas saber, no hay ná hasta la presente, porque no solté anoche palabra anguna sobre el particular...» Pos, ¡congrio! a un hombre que arresponde esto, bien se le puede decir, sin agraviale: -«Pedro Juan, o al río u a la puente: si te paece poco un día, toma dos... u cuatro o cinco; pero, pasaos que sean, si no has roto a hablar en ellos, déjame el campo a mí: ya sabes que estoy a resultas...» Pero ¡congrio! (Quilino se levantó de repente, y se arrancó el sombrero de la cabeza.) ¡Si el pior mal consiste en que Pilara está jalando de la lengua a ese animal; y anque él se empeñe en callarse la boca, le ha de hacer ella que cante! (Al suelo el hongo.) Y como él no desea otra cosa... (patadas al sombrero) agarraráse al supuesto pa lograr lo que no puede de por sí solo... (Más patadas.) ¡Collonazo! ¡Cobardón!... (Amenazas a la casa del Josco, con los puños cerrados.) De modo y manera que el verme yo con el Josco, séase en güena paz, o séase en guerra que nos destrompe a los dos, es lo mesmo que empiorar la cosa pa insécula sinfinito... (Recoge el sombrero.) Onde yo tengo que dir ¡recongrio! y va a ser ahora mesmo, es a verme con Pilara. Ella es quien debe decirme lo que pasó anoche allí; y por poco que me quede en limpio, quedaráme el consuelo (puñetazos al hongo) de desfogar la corajina cantándola a la oreja avangelios que la saquen las colores a la cara... ¡Ya verá si no hay más que dar a un hombre como yo con la puerta en los bocicos, como se corrió en la Arcillosa!... Y respetive al Josco... ¡nos veremos tamién en su hora y punto! (Se encasqueta el sombrero.) ¡Ay, recongrio!... ¡qué negro va a ser ese día en Robleces!
Y con esta amenaza entre dientes, tomó Quilino a medio galope, varga arriba, el mismo sendero que acababa de recorrer varga abajo.
Quilino obró como un sabio cuando retrocedió desde el portillo de la sierra. Si llega a bajar a Las Pozas, no vuelve a su casa tan entero como de ella había salido. Estaba el Josco aquella madrugada, que metía miedo.
-Cuenta, Pedro Juan -le había dicho la noche antes su padre (que ya le esperaba con la torta cocida y la cena dispuesta) en cuanto le vio entrar, de vuelta de su viaje al barrio de la Iglesia.
Pero el Josco, aunque se había sentado a la cabecera del banco que servía a los dos de mesa y de asiento a la vez, ni decía palabra ni probaba bocado. Le daba ira y vergüenza lo encogido y desatento que había estado con Pilara. Al cabo, y en fuerza de apretar el Lebrato, se habían enredado el hijo y el padre en la siguiente conversación, entre mojada de tortuca en la sartén, y pellizcos a la hebra de los mubles recién fritos en ella:
-En primeramente la dí los peces.
-¿A quién?
-A ella.
-¿A Pilara?
-A Pilara.
-¿Y qué?
-Y que... ná.
-¿Cómo que ná, hombre?
-¡Coles!... que no me atreví tampoco. ¿Lo quiere más claro?
-Pos ¿sabes lo que te digo yo a eso, Pedro Juan? Pos te digo que ¡lástima de peces! Y te digo más: te digo que ¡lástima de calzones que llevas puestos! Faldas de baeta te sentarían mejor. Las cosas claras.
-Respetive a este punto, padre, lo mesmo digo yo de mí mesmo. Vergüenza me da ser tan hombre como soy, y portame como me porto con Pilara... ¡Y si dijiéramos que ella!... Pero ¡coles! ¡si es una dulzura conmigo! ¡Si ella mesma me abre la boca y me pone la palabra en los labios! No me queda ya más trabajo que echarla haza juera... ¡Pos ni eso, coles! ¡ni eso poquitín puedo hacer de por mí solo!... Allí estaba Quilino cuando llegué yo al goterial. Apartóse ella de él, y vínose conmigo hecha unas pascuas en cuanto me vio. ¡Gloria me daba el mirarla, tan arrogantona y tan!... Quilino escapó enestonces ajumando de iras... «Pos voy a dála los peces ahora, díjeme pa mí solo, y pué que así me atriva mejor...» Y la dí los peces; pero por más que los emponderó ella, yo ná, padre, ¡lo mesmo que si me hubiera metío otros tantos en el guandate!... Pude haber roto a hablar si aquello dura, porque era mucho lo que yo me empeñaba en ello; pero antojósele a Pilara enseñar los peces a la gente del portal, llamáronme aentro, diome vergüenza entrar... y escapéme. Avergonzóme esto más entoavía, y golví... Llamé a Pilara, salió de contao, díjome que me atriviera a decirlo cuanti más luego... y ¡coles! ¡ni por esas me atreví!... y escapéme otra vez, sin parar hasta la casa de ese hombre. Al golver de ella, Pilara esperándome a la ventana de la cocina; y yo ¡recoles! tapándome las orejas por no oírla tusir de mentirucas, y apretando a correr calleja abajo, como si los demonios me llevaran... y creo que es la pura verdá... Y no hay más que esto, padre... Ahora, déme cuatro mascás, que, por cobardón y baldragas, bien merecías las tengo, ¡recoles!
-No es de ese modo, Pedro Juan, como hay que curarte esa cobardía que paece cuento en un mozo de tantas agallas como tú pa otros particulares de mayor compromiso. La cura esa, bien dicho te tengo cómo se ha de hacer, y así hay que hacerla; y así se hará sin tardar mucho, porque pué llegar el caso, Pedro Juan, y te hablo con la experencia de los años, de que pierdas la güena estima en que la moza te tiene, por esa falta que nunca pega bien en los mozos casaderos. Mal paece un hombre que en tales casos peca de atrevido, y mucho le agobia esa mala fama; pero que te libre Dios de dar en tierra por menosprecio de mujer por lo contrario: no te güelves a levantar en toa tu vida.
-Pos esa es la que me quema a mí tamién, padre, que por demás la conozco.
-Si la conocieras bien y te quemara mucho, otros jueran tus arranques por no caer como lo temo.
-¡Le digo, padre, que me abrasa!... Porque, a más a más de cabeme esos recelos, cá vez estoy más alampao por ella.
-Vamos a cuentas claras, Pedro Juan; y que sean éstas las últimas que echemos sobre el caso. A la vista está, y bien de veces hemos convenío en ello, que aquí hace falta una mujer, porque el desgubierno en la casa nos come la metá de lo que agenciamos fuera de ella: esa es la ley y lo será siempre en la hacienda de los pobres. Pilara es hacendosa; Pilara es honrá; Pilara es la rebustez y la limpieza andando; Pilara te tiene a ti hasta en más de lo que por mi cuenta mereces, con merecer no poco; Pilara, con su por qué pa el día de mañana, supiendo la probeza y los ahogos de tu padre, güelve las espaldas a más de tres mozos bien pudientes pa darte la cara a ti; en su casa no hay quien no la alabe el gusto; saben que si tú llegas a entrar allí como marido de ella, ha de ser pa traétela a Las Pozas, y con too y con ello te abren las puertas de par en par y te hacen, como el otro que dice, la puente de plata.
No quiero meter en la cuenta, pa el respetive, la güena ley que dende mozos nos tuvimos su padre y yo, por lo que siempre fueron esta casa y la suya como la uña y la carne; pero séase lo que se juere, por unas o por otras, por lo de acá o por lo de allá, o mírese por arriba o por abajo, Pilara caería aquí como de los mismos cielos de Dios... Y ahora te digo que ha de caer; y pa que caiga, ya que tú no sabes amañarte, me amañaré yo hablando por ti...
-¡Coles, que me da mucha vergüenza eso!
-Más vergüenza debía darte lo otro... Hablará don Alejo si no...
-Tampoco ¡recoles! Pior que pior.
-Pos no hay otro remedio pa curar los tus males, y con él he de curátelos, Pedro Juan, por éstas que son cruces, si no los curas tú bien aína por ti mesmo. Y dejemos esto aquí, como el acero en su vaina y vamos al otro particular. ¿Qué te dijo... ese hombre?
-¡Mal rayo le parta!
-¿Eso te dijo?
-Lo digo yo, padre, porque así mesmo lo deseo.
-Mal deseao, Pedro Juan.
-¡Es un retuno desalmao!
-Anque lo sea: no se puede desear mal a naide, por mucho que lo merezca... como ese.
-Pos le daremos confites si no, ¡recoles! ¿Le paece?
-Tampoco, Pedro Juan; que es tan malo no llegar como pasarse... y vamos al punto. ¿Qué te dijo... ese hombre?
-Pos ese hombre me pagó el regalo, ajustándome la cuenta de lo pescao esta tarde en la ré, a peseta la libra.
-Media hora hace, Pedro Juan, que vino a comprarlo en junto la Bisoja, y a tres reales se lo dí, grande con chico. ¿Y qué montante sacaba él?
-Tres duros justos, a ojo de quince libras que él amontonó porque le dio la gana.
-A tener que pagarlo de su bolsa, ya hobiera corrío menos el peso. Trece libras y media resultaron, que valieron cuarenta reales y medio. Y ¿pa qué te ajustaba esa cuenta, Pedro Juan?
-Pos ¿pa qué había de ser, coles? Pa llamase a la parte.
-¡Alma de Satanincas! Por mucho ruego, pude sacar a la Bisoja tres pesetas de presente. Dios sabe cuándo veremos lo restante, aunque quedó en traelo mañana antes de la otra ré. Y tú ¿qué le dijistes?
-Se las canté claras. Sólo que hubiera querío yo cantáselas a guantás, mejor que con la lengua.
-No te diré que no lo mereciera bien; pero, por sí o por no, Pedro Juan, nunca te dejes llevar de súpitos cuando con él te veas.
-¡Esta es más gorda, coles!
-Será lo que te paezca; pero así están las cosas, y así hay que tomarlas: a contrapelo. Ya lo sabes tú tan bien como yo. Lo que importa es no olvidarlo, porque en manos de ese hombre está el poco pan que tú y yo comemos. Por güenas o malas artes, suyo es hasta el aire que alendamos aquí... y un pico más que mediano, que es la espina, Pedro Juan, la espina que nos ajuega. A lo otro, ya estaba uno avezao; y con darle media cogecha al cabo de cada año, pagos y finiquitos juéramos, y en paz con el dimoño. ¡Pero esa espina!... Verás tú la cuenta: cuarenta duros jueron los emprestaos por él cuatro años hace; no ha pasao dende estonces una mala peseta de su mano a la mía; nusotros le damos cada año un güen qué de la ganancia de la pesca, y con too y con ello sube la trampa a más de sesenta duros a la hora presente, dispués de pagao por parte el total de rentas y aparcerías, por tierras, casa, embarcaciones y ganao. ¿Cómo puede ser esto, hombre de Dios? Loco me güelvo pa aclararlo; y él, con decirme que es motivao al réito y enseñame un papelón escripío de números y encareceme mucho esos favores, firmo el recibo que me pone por delante, ¡y arriba siempre la marea! y conoce, Juan Pedro, que te roban, ¡y aguántate sin resollar palabra, por temor de que no te dejen de la noche a la mañana a las temperies de Dios, sin otro amparo que lo puesto!... ¿Te paece, Pedro Juan, que con estos caudales se puede echar roncas a... bribones como ese?... Hoy salió tal cual ayuda de la ré; en la mañana y en la otra, sabe Dios lo que saldrá. Si el tiempo sigue al nordeste, iremos a la mar con la barquía, a la mojarra y a los durdos, de día u de noche, según tercien otros trabajos; algo dará en su tiempo la ostra; y en las noches que se pueda salir de la barra en la otoñá, el anguilo otra vez ¡y quiera Dios que con mejor suerte que en esta última primavera!... Pos iremos comiendo de ello, hasta la cogecha del maíz, sin que se nos vaya la mano; y el sobrante, al pozo de ese hombre sin calo, pa que suba otro poco la marea de la trampa... Esto bien lo sabe él. Pos ¿a qué te va con esas cuentas, como si aquí las tuviéramos olvidás o nos diéramos a la bribia, y no hubiera caído en sus manos lo que jué mío, por desgracias que Dios dispuso y trampas que me jué armando Satanás?
-¡Hay que matar eso, padre!
-¿Cuál, hijo?
-Esa trampa.
-¿Con qué?
-Con el ganao que sea nuestro: ya se lo he dicho más veces.
-¡Si no alcanza, bobo! Tamién te tengo ajustá esta cuenta. Las dos vacas son suyas; y en las dos novillas, no tenemos más que la metá: una novilla, vamos.
-Pos con esa novilla y lo que se le pueda arrimar de la pesca de too el año...
-La metá de la trampa; y ten por cierto, Pedro Juan, que si no la matas de un golpe, tanto le entregues a cuenta de ella, tanto pierdes.
-¿Por qué ha de ser eso, coles?
-¿No te lo tengo bien dicho? Motivao al réito de lo que queda en pie. Así lo arrojan los números que él hace.
-Es que ese día ¡coles! iría yo a hacer la entrega; y mano a mano con él, onde no me oyera naide...
-Pior que pior, Pedro Juan. La mocedá es mala consejera: créeme a mí que soy viejo y tengo bien conocío a ese hombre. Pa cada gustazo que tú quisieras darte como ese que dices, tiene él veinte modos de echarnos a perder. Bien que pensemos en arrancar la espina antes con antes, y claro está que ha de ser con la ayuda de la novilla y lo que vaya viniendo por onde Dios disponga; pero hoy por hoy, que no tenemos el completo, el temporal en los prefundos y en la cara el güen celaje. Eso vengo hiciendo yo, Pedro Juan, un año y otro. ¡Qué poco pensarán los que me ven hecho unas tarrañuelas en la ría y en la mies, que tu padre tiene pesaumbres que le roban el dormir más de cuatro veces!... Y ¿qué quieres que te diga, hombre? Sobre que al cabo y al fin no ha de sacar uno mejor zoquete llorando que riéndose, lo que uno se ría, aunque sea de mala gana, eso saldrá ganando.
-Va en genios.
-Verdá es en parte; pero entra por mucho en ello la experencia de los años. Y quédese esto así, por ahora; piensa en lo tratao endenantes sobre el particular de Pilara, que es de más urgencia de lo que tú te feguras; tapa esos tizones... y vámonos a la cama.
Mucho atormentó al formalote y honrado Pedro Juan, en los primeros ratos de insomnio, el recuerdo de las maldades del Berrugo con su padre; pero aún le desveló mucho más el examen de su conflicto con Pilara: entraba tanto en la pelea lo amargo como lo dulce; y así sucedió que, lo mismo soñando que despierto, el Josco fue toda la noche un huracán, tan pronto desatado en suspiros clamorosos y temblones, como en bramidos desaforados que despertaban a su padre. A la madrugada siguiente, aún sentía la resaca de tan fiero temporal en los profundos de su pecho.
¡Y esa fue la ocasión elegida por Quilino para bajar a Las Pozas a hombrearse con Pedro Juan! ¡De buena se libró el cascarrabias con volverse desde el portillo de la sierra!
La casa de don Elías era la anteúltima del barrio de la Iglesia por aquel lado en cuya dirección iba él, y se llamaba la casa de los Médicos, por ser la que habitaban todos los titulares del lugar. No servía para otra cosa en un pueblo de labradores, por su relativa pequeñez y aseñorada disposición, ni en el pueblo la había semejante para cumplir los destinos que le habían valido el mote. Cuatro paredes lisas, dos de ellas ciegas, con balcón y dos ventanas en la del Sur, y otras dos ventanas en la del saliente; un tejado de dos aguas con buhardilla y chimenea; la puerta de ingreso debajo del balcón, y un huertuco arrimado a la pared del Este. Tal era por fuera. Por dentro: la planta baja con el arranque de la escalera en el fondo; a la izquierda un pesebre que en tiempos de don Elías sólo sirvió de albergadero de gallinas, y lo restante para vestíbulo y leñera, sin solución de continuidad. En el piso, una salita, que también servía de comedor y, cuando caía una consulta, de despacho del médico; tres alcobas y la cocina. En lo alto, un desván en el que no se podía andar de pie; y paren ustedes de contar.
Allí moraba don Elías con su mujer, tullida por el reuma y encamada seis años hacía, y cuatro hijas mozas, con unos genios y unas inquietudes que no cabrían en la sierra del lugar. No podía calcularse, a ojo, la edad de ninguna de las cuatro: cada una de ellas parecía más vieja que las otras tres; y todas juntas daban, de pronto, la idea de un montón de orujo, resultante de una cosecha exprimida fuera de sazón. No se me ocurre comparación más adecuada al aspecto y atavío de aquellas cuatro mozas. Su padre andaría rayando con los sesenta años, y llevaba trece de médico de Robleces. A Robleces fue a parar desde Tierra de Campos, de donde era nativo; y se había casado en un pueblo de la Rioja, cuyo partido sirvió apenas licenciado en su carrera. Allí pasó dos años, y tuvo la primera hija; a los otros dos, la segunda en la provincia de Burgos; y con los mismos intervalos, mes abajo, mes arriba, la tercera en la provincia de Valladolid, y la cuarta en la de Palencia; con lo que se deja comprender que no calentaba gran cosa los partidos, en los primeros diez años de profesión, el médico don Elías. Tampoco los calentó mucho más en lo sucesivo; pues si de los primeros le arrojaban, ya su mala estrella, ya la ilusión de conjurarla cambiando de postura, de los siguientes le fueron echando las hijas a medida que crecían, y la madre de las hijas según iba viéndolas casaderas, movidas una y otras del mismo impulso y de las propias intenciones, siempre y en todas partes malogradas. De estos fracasos era producto la costumbre de echar pestes aquellas mujeres contra el lugarejo en que residían, al paso que suspiraban por los que iban dejando atrás. Pero de ninguno renegaron y maldijeron tanto como de Robleces, con sus heredades de borona, sus prados rozagantes, sus cajigales frondosos, sus callejones embovedados de bardales, sus brisas húmedas, su cielo nebuloso y sus aldeanos cantadores y en pernetas, que les producían la nostalgia de las llanuras sin fin, del suelo con rastrojos amarillos, del sol de la chicharra en un cielo que se perdía de vista, y de las gentes que le resistían impasibles y taciturnas, envueltas en paño negro, de los pies a la cabeza. Esto era la hermosura, la abundancia y la vida; Robleces la tristeza, la escasez y la muerte. ¡Ah! si su madre no estuviera como estaba tantos años hacía, y por culpa de la indecente charca en que habían caído, ¡qué pronto la hubieran perdido de vista! ¡Allí se habían arruinado ellas; allí habían consumido el caudal que trajeron de reserva, por ahorros en otros partidos y restos de la millonada que fue «de la familia», y desleales depositarios se comieron de la noche a la mañana! En tal parte ganaba don Elías dos mil duros en metálico y trescientas fanegas de trigo, sin contar el filón de las consultas que acudían de seis leguas a la redonda; en tal otra aún ganaba mucho más, y en cual otra, mucho más todavía; y en cualquiera de esas partes vestían ellas de seda, y andaba la plata maciza tirada por los suelos de la casa. Y todo, todo y otro tanto más, se había confundido en Robleces, donde su madre estaba agonizando y ellas vestían percal, y de los ocho prometidos a su padre por el ayuntamiento y los vecinos, no recaudaban a veces la mitad.
Y por esto, maldición va, improperio viene; y una pelotera con cada vecina que entraba por aquellas puertas, lo mismo que si fuera verdad lo de las grandezas pasadas y la millonada «de la familia», y como si los de Robleces se lo hubieran comido, y no hubieran gastado las maldicientes el mismo pelaje que en Robleces en cada lugar de la tierra que habían habitado.
Pero lo verdaderamente curioso de esta manía, era que don Elías estaba contaminado de ella, y que en fuerza de oírlo y de soñarlo, había concluido por creer a puño cerrado que antes de venir a Robleces vestían de seda su mujer y sus hijas, andaba la plata tirada por los suelos de la casa, y hubo «en la familia» una herencia de treinta millones de un indiano de Méjico, primo hermano de su padre, la cual herencia, apenas empezada a repartir entre los parientes del difunto, desapareció en la ruina fraudulenta de un banquero de Madrid, que la tenía en depósito.
Pero don Elías no injuriaba a nadie más que al banquero, ni pedía cuentas a los vecinos de Robleces de los millones estafados ni de las grandezas fenecidas; antes al contrario, hablaba de todo ello siempre que podía traerlo a colación, y lo traía a cada instante, en tono triste y lamentoso (en ocasiones lloraba); y con tal lujo de pormenores lo refería, que el oyente más incrédulo vacilaba ya. ¿Y cómo tomar por embustero a aquel hombre tan optimista en todo, tan placentero y campechano, con aquella cara bonachona y aquel aire de señor de aldea, pero de los limpios y bien hablados? Era preciso estar más avezado a estudiar caracteres de lo que estaban los rústicos vecinos de Robleces, para conocer de pronto todo lo que había de candor pueril, de histerismo, de inexperiencia y de ignorancia, en el fondo de aquel sujeto, cuya palabra era abundante y jamás mentirosa, si no hemos de entender por mentira todo lo que se dice ajustado a lo que se cree y se siente, aunque sea lo contrario de la verdad.
En los momentos de sus grandes alucinaciones, hasta se olvidaba el infeliz de que su vida profesional fuera de Robleces había sido también una lucha incesante contra la mala suerte que le arrojaba en los partidos más pobres; de las torturas en que ponía el ingenio para inventar específicos o acometer especulaciones con que suplir lo que no daba el partido para matar el hambre, nunca satisfecha, de su familia; y de que había sido tan poco afortunado en sus invenciones científicas y en sus empresas industriales, como en la lotería de los partidos médicos.
Pero pasaba la fiebre; y allí estaba don Elías tan campante, husmeándolo todo y sabiéndose de memoria el lugar, de punta a cabo, por dentro y por fuera, pescando al aire un indicio y trepando por él hasta dar con lo cierto o con lo que por tal se le antojaba; previéndolo todo... después de haber sucedido, y no asombrándose de nada; haciendo misterio de las cosas más triviales; tragándose los mayores absurdos si traían consigo conflictos y perturbaciones; creyendo en aparecidos; conversando de estas cosas con sus enfermos más que de la enfermedad, y devanándose los sesos para discurrir una industria que le proporcionara un mediano sobresueldo. ¡Una industria! A montones las había capaces de producirle regatos de oro. Pero ¿cuál de ellas no pedía otro de plata para romper a andar? Y ¿dónde tenía él esa plata?
Sin ir más lejos, allí mismo, en Robleces, había una mina sabiéndola explotar bien. ¡Cuántas indagaciones, cuántas horas de velar, cuántos cálculos de pluma le había costado el convencerse de ello! Pero ¿qué adelantaba con estar convencido, si le faltaba lo de siempre, el vil puñado de monedas? Cierto que lo que no hay en casa, puede buscarse en la ajena; pero esas pescas de dinero hay que hacerlas con cebo de cosa que lo valga; y él, en realidad de verdad, ni lo tenía ni lo había tenido en los días de su vida, y por eso ni en Robleces ni fuera de Robleces había logrado plantear negocio que valiera dos cuartos. También sobre esto había cavilado mucho en Robleces, y cavilando y cavilando a medida que crecían las angustias de su hogar con la eterna agonía de la médica, y llegando, por funesta casualidad, a faltarle más de un tercio de la asignación anual por ahogos del municipio y escaseces de los asalariados, tales fueron las de su casa, que se resolvió a llamar a las puertas de la única en que había lo que él necesitaba, casi seguro de que no habían de dárselo. Pero como él decía: «el no, conmigo le llevo; y menos que esto no he de sacar»; y, por último, «yo me ahogo, él es un clavo, y al clavo me agarro, aunque me abrase».
Con estos alientos en el ánimo, recién hechos, como quien dice, caminaba don Elías aquella noche en que le conoció el lector, hacia su casa, después de terminada su visita, temiendo hallar a la puerta alguna nueva llamada, y con dudas muy fundadas de no tener qué cenar.
No hubo llamada esperándole a la puerta; pero sí grandes señales de haber arriba tiberio gordo. Esto no le apuró maldita la cosa, por ser lo diario y corriente en su casa. Empujó la puerta que estaba arrimada, encendió una cerilla y subió al piso. En el cual se halló a la vallisoletana tirando de la greña a la burgalesa, y a la riojana enredada a denuestos con la palentina, mientras de la alcoba inmediata (porque esto ocurría en la salita) salían, como del fondo de un sepulcro, los ayes angustiosos de la médica. Por el suelo había chancletas esparcidas, y se mascaba el polvo del ambiente.
No se cansó don Elías en preguntar el porqué de aquella pelamesa, ni tampoco en el intento de conjurarla. Dejó que se acabara ella sola, y entró en la alcoba de su mujer para hacerla maquinalmente las preguntas de costumbre y oír los quejidos y lamentaciones de todos los días.
Cuando notó que había cesado lo de afuera, volvió a la salita, que no tenía más luz que la que le tocaba de un cabo de vela que ardía muy escondido a la puerta de la alcoba. Preguntó si había qué cenar; y como quisieran las mujeres hacerle juez en la querella mal apaciguada, ocultóse otra vez junto a la enferma sin responder a su pregunta ni desplegar sus labios. Al fin, sobre una mesita de pino que había en la sala, fueron poniendo sus hijas, con airados ademanes y mucho golpeteo, un perol de sopas de ajo, media torta de pan, un huevo pasado por agua, un pedazo de queso duro y un cortadillo de vino tinto. Salió don Elías; cenaron todos de aquello, menos del huevo, que, como el vino, se le sorbió el médico solo; y después de dar el último caldo a la enferma, fueron los sanos a recogerse, no sé cómo ni dónde, porque eran otros tantos misterios impenetrables las alcobas de aquella casa, en cuyas «buenas camas» había que creer por lo que las ponderaba don Elías en todas partes.
Y vamos al caso, que ya es hora.
Don Elías se esmeró en su equipaje al día siguiente más que lo usual; es decir, se puso camisa limpia, la corbata de lunares y el sombrero bueno; porque en cuanto a vestido, jamás tuvo otro que el puesto, intachable, eso sí, de limpieza y buen caer, pues el hombre era como los mismos oros y sabía llevar la ropa, que es un don como otro cualquiera; se echó en el bolsillo más hondo de su gabán unos papelotes; hizo apresuradamente la visita a los dos enfermos que tenía en el barrio, dejando las restantes para la tarde; y a punto de las diez de la mañana, estaba ya en el estragal de don Baltasar Gómez de la Tejera llamando con el puño de su bastón en la media puerta cerrada. Mandáronle desde arriba que subiera, y subió golpeando mucho los peldaños y tosiendo recio, como quien pisa terreno conocido sin miedo alguno y sin maldita la necesidad.
Recibióle don Baltasar en mangas de camisa y con un horcón en la mano, porque acababa de amparar con una laña bien clavada la punta que se le resentía; y le dijo plantándosele delante y cortándole el saludo comenzado:
-Pues ¿quién desea morirse aquí sin que yo lo sepa?
Don Elías sintió entonces que se le enfriaban mucho los ánimos; no porque hubiera pescado la malicia del apóstrofe, que para esto no era tan hábil como para armar torres y montañas sobre el dicho o el hecho más trivial que corriera por el pueblo, sino porque él llevaba imaginado el argumento de la visita, y en ese argumento no entraban ni las palabras, ni el tono, ni el aire con que don Baltasar acababa de saludarle... A esto achacaba el buen don Elías su repentino encogimiento, pero el verdadero motivo consistía en que el pobre médico se pasaba de sencillo y tenía más valor para resistir su pobreza que para pedir a un rico la limosna de su amparo; y a los temperamentos así, todo ruido les suena a desaire y menosprecio. Fuera lo que fuese, sucedió que don Elías, sombrero en mano y con el escaso valor que le quedaba, respondió así a la pregunta del Berrugo:
-Ni Dios lo permita, señor don Baltasar... Lo que hay es que me caminaba de la visita ¿está usted? y pasando por delante de la portalada, me dije: «¡vaya una temporada que hace que no he estado yo en esta casa! Pues vamos adentro a saludar a esos señores... y quizás del tiro hable yo al señor don Baltasar de un asunto que puede importarle».
Don Baltasar se hizo el admirado de lo del asunto que podía importarle; y mientras se resobaba la barbilla con la mano libre, exclamó:
-¡Hola, hola! ¿Conque nada menos que eso? ¡Vea usted cómo, por donde menos se piensa, suele venir la fortuna!
-No lo dije por tanto, señor don Baltasar; pero ya que estamos en ello... valga poco o valga mucho, hablándolo puede verse.
-¿Y usted desea que hablemos de ese asunto?
-Si usted me concede ese favor...
-Yo, señor don Elías -dijo entonces el Berrugo andando hacia la sala, después de haber echado por delante con un ademán expresivo al médico-, siempre estoy dispuesto a conceder cuanto se me pida, no siendo dinero; porque ese, para mí le quisiera yo.
Esta advertencia fue otro jarro de agua para don Elías; el cual, sin darse por entendido, dijo según iba andando y sin volver la cara:
-¿Supongo que doña Inesita y doña Romana seguirán tan buenas como siempre?
-¿Doña Inesita y doña... quién? -preguntó don Baltasar con una fuerza de acento en el quién, que la sintió don Elías en los riñones, lo mismo que si por allí le hubiera atravesado el Berrugo con las puntas del horcón.
-La señora Romana, quise decir -replicó en seguida el médico, subiéndole fuego hasta las orejas-; sólo que como ella es tan... vamos, tan digna... por su...
En esto dio un horconazo en el suelo don Baltasar, y dijo a don Elías, hallándose ya ambos en la sala y junto a las primeras sillas:
-Aquí.
El médico se dejó caer en una, como herido del rayo, y el Berrugo cogió otra y se sentó enfrente de él sin soltar de las manos el horcón, puntas arriba. Parecióle increíble; pero hubiera jurado don Elías que lo que le iba poniendo nervioso era la visión incesante del trasto aquel.
Sentados ya los dos personajes, el de fuera se encontró sin ánimos bastantes para exponer su demanda con el método y el arte que él había ideado en sus repetidos ensayos, a fin de que el negocio resultara a la luz y a la altura que pedía para que se viera como debía de ser visto; y comprendiendo que entrar con falta de alientos y sin pizca de serenidad en una batalla, es lo mismo que perderla, acudió al recurso que nunca le faltaba para enardecerse un poco: a traer a la memoria aquellos treinta millones heredados por «la familia», y aquellos tiempos en que las mujeres de la suya vestían seda, y andaba la plata maciza tirada por los suelos de la casa. Y, efectivamente, lanzar sus recuerdos a orearse en el florido campo de aquellas magnificencias, y comenzar el hombre a trasudar, a revolverse en la silla, a echar lumbre por los ojos y a redoblar en el suelo con la contera del bastón, fue todo uno. Ya estaba en lo firme; ya no se le daba una higa por la cara mordaz del Berrugo ni por el horcón que tenía entre manos. Expondría su pretensión; se reiría de ella el avaro o no se reiría: lo mismo le daba: él habría desarrollado en toda su pompa el cuadro de sus pasadas grandezas; el grosero jándalo le habría visto, deslumbrándose; y, cuando menos, siempre quedaría patente el derecho que tenía un hombre que fue tan poderoso, a pedir en días de decadencia el auxilio de un patán afortunado. Atrincherado de tal suerte, don Elías rompió el fuego en estos términos, después de pasarse el pañuelo por la frente enardecida y sudorosa:
-Cuando se perdieron en la quiebra del marqués aquellos treinta millones de la familia...
-¿Cuántos millones? -preguntó socarronamente don Baltasar, bamboleando un poco el cuerpo medio colgado con las manos del mango del horcón.
-Treinta, más que menos -respondió hasta con altivez don Elías, después de carraspear y de estremecerse un poco.
-Preguntábalo porque me pareció haberle oído a usted en otra ocasión que los millones esos no eran tantos.
-Treinta han sido siempre: créalo usted -repuso don Elías con el más admirable de los aplomos-. Los estoy viendo a cada hora, lo mismo que si los tuviera en la mano, en onzas de oro... Porque así vinieron de América, señor don Baltasar, ¡en onzas de oro!... y en onzas de oro los apandó aquella garduña de Madrid; y en onzas de oro comenzó a hacer el reparto del caudal, recreándose ya en la zancadilla que nos tenía armada. Toma tú tres, toma tú dos y medio, porque los negocios así y los cambios de otra manera, a mi padre le engatusó por el pronto con la miseria de veinticinco mil duros, a cuenta de los catorce millones que le correspondían a él solo como principal heredero, por pariente más cercano de mi difunto tío... Semanas van, meses vienen: el marqués no volvía a resollar, mi padre le escribía carta sobre carta; el hombre no las contestaba.. hasta que, amigo de Dios, un día... ¡zas! (aquí la voz del médico comenzó a ser cavernosa, la mirada de loco y el ademán melodramático), de golpe y porrazo, la noticia de que el banquero se había presentado en quiebra con un pasivo de doscientos cincuenta millones... de pesos fuertes... ¡Toda nuestra fortuna al suelo, de la noche a la mañana!... ¡Aquel capitalazo, hecho polvo de repente, y la familia rodando desde las mayores alturas del esplendor, hasta la pura miseria!
En aquellos momentos don Elías tenía los ojos arrasados en lágrimas. Don Baltasar, que no podía oír hablar de millones sin sentir la nostalgia de ellos, olvidado por un instante de que trataba con un iluso, o no queriendo, ni en broma, transigir con la impunidad de tamaños delitos, preguntó con una seriedad y un interés dignos de su interlocutor:
-Pero, hombre, y esos tribunales de justicia ¿no valen para nada?
En seguida conoció don Elías que el sujeto aquél estaba agarrado por el interés conmovedor de la historia. Enternecióle esto mucho más, lanzó dos sollozos y respondió, corriéndole las lágrimas por la faz abajo:
-¿Y qué tribunal se atreve, señor don Baltasar, con un hombre que quiebra de ese modo? ¿Qué juez ni qué emperador le mete mano?... Mi padre pensaba como usted... ¡Ojalá no hubiera pensado tal! pues por sostener sus derechos, dejó en manos de la justicia los veinticinco mil duros que había recibido a cuenta y cerca de otros tantos que eran de su patrimonio. (Aquí una pausa con puchero.) Por lo demás, bien se sabe quién le hizo la puerta de escape al ladrón, y cuánto costó hacerla; qué personaje tomó cinco, y qué otro recibió diez; y se pasmaría usted si yo le dijera hasta qué alturas llegaron esos caudales, y qué manos se ensuciaron en ellos. (Otra pausa sin sollozo, pero con suspiro hondo.) En fin, mejor es no hablar de estas cosas. (Exaltándose un poco.) Pero le aseguro a usted que si a contar me pusiera, tendríamos tela para lo que falta de año, y sin cerrar boca... El único consuelo que nos ha quedado, si consuelo puede llamarse, es que el facineroso no gozó mucho tiempo el fruto de su rapiña. Pasó a París de Francia, donde estaba ya a buen recaudo lo nuestro y lo de otros infelices; diose allí a la orgía y al vicio sin freno, y acabó malamente, comido de enfermedades viles y asquerosas...
Fuera por haber caído ya de su burro, o porque considerara bastante castigado al ladrón con aquella clase de muerte, don Baltasar cortó aquí el relato de don Elías con un horconazo en el suelo y estas palabras imperiosas:
-Al caso.
-Vuelvo a él -respondió don Elías dócilmente, y aun muy satisfecho del éxito de la primera parte de su empresa-. Cuando se perdieron en la quiebra dicha aquellos treinta millones de la familia...
-¿Otra vez?
-Es para mejor empalme del relato, señor don Baltasar... Digo que cuando se perdieron aquellos treinta millones de la familia, me hallaba yo a pique de finar la carrera, carrera que yo estudiaba de puro lujo desde que se supo en España la muerte de mi tío en Méjico y la atrocidad de caudal que nos dejaba. Fortuna que no me cegó la pompa, y que, contra lo que mi padre quería, seguí dándole firme a los libros.... por un por si acaso. ¡Bien pronto llegó, señor don Baltasar! Recibí el título amargado con las pesadumbres propias de nuestra desgracia; salióme un partido en la Rioja... y a la Rioja me fui de médico, también contra el consejo de mi padre, que quería dejarme en Madrid a la sombra de los grandes y poderosos amigos que tenía por allá, y bien seguro de hacerme facultativo de viso y nota en poco tiempo... Caí en gracia en el partido y gané un dineral en él. Caséme allí y puse a la médica en el rango que la correspondía. Tuve una hija que se envolvió en bien finos pañales; solicitáronme luego con gran empeño desde Zamarrillas, uno de los mejores partidos de la provincia de Valladolid, y fuime allá. Me pagaban de lo bien, y yo sacaba más de otro tanto por fuera de mi obligación. También dejé esta mina por otra, y la otra por la de más allá; y así, señor don Baltasar, aumentándoseme las hijas y los haberes según cambiaba de lugares, mi casa parecía un platal, y la familia relumbraba de nutrida y bien puesta. ¡Tonto de mí que tanto trabajé para que no se colocaran las cuatro chicas con las brillantes proporciones que las perseguían por donde quiera que andaban!... ¡Ya se ve: todo me parecía poco para ellas! Otro gallo las cantara... y también a su padre, desde que vino la negra para todos. Y la negra fue que la suerte se cansó de ampararme en cuanto bajé de Castilla y entré en este pueblo con mis cinco carros de equipaje; porque no traje menos, como fue público y notorio... Se acabó el sobresueldo, porque chismes y malos quereres lo prepararon así; y hubo que comer de lo ahorrado; y ¡allá van las onzas de reserva! ¡y allá los cubiertos de plata por docenas!... ¡y allá las sobrecamas de seda fina!...
-Pero, señor don Elías -dijo aquí don Baltasar que, colgado como siempre del horcón, no apartaba los ojos de los del médico-: paso lo de los cinco carros de equipaje, porque no los vi, y paso lo de las minas que iba dejando usted atrás, porque me basta que usted lo afirme, pero tantas onzas de oro y tantas colchas de seda y tantos cubiertos de plata echados a la calle para jamar de ello desde que vino usted a Robleces, antójaseme demasiado apetito o muy mala administración.
-Le canto a usted el Evangelio, señor don Baltasar -respondió el médico sin detenerse delante del reparo-. Esto se prueba al aire y cuando se quiera, porque es de las cuentas que se sacan por los dedos... ¿Usted sabe lo que ha consumido solamente la médica en los años que se lleva metida en la cama, y antes de meterse en ella, de estos baños a los otros y de estas aguas a las de más allá?
Don Baltasar, que después de hechas las observaciones que le valieron esta réplica, había reclinado la frente sobre las manos con que empuñaba el horcón, la alzó de pronto, y dando otro horconazo en el suelo, volvió a decir a don Elías, en el mismo tono imperioso de la otra vez:
-¡Al caso!
-Iba a tratar de él en este instante, señor don Baltasar -replicó don Elías acudiendo presuroso a la advertencia-. El caso es -continuó- que desde que estoy en Robleces, me despistojo y me aso, y atormento el magín para buscar una industria que me ayude a salir avante con la carga que tengo sobre mí; que todo cuanto he discurrido me ha fallado; que las cosas se van poniendo en mi casa de modo que ya no dan espera, y que estoy resuelto a probar el último recurso, para llevar a cabo mi idea, que no puede mentir, según yo la tengo pesada y medida.
El Berrugo había vuelto a reclinar la cabeza sobre las manos; y don Elías, muy satisfecho de ello, hizo un alto en su discurso, como para adquirir nuevos alientos. Después continuó así, para aplazar otro poco la verdadera entrada en el asunto:
-Lo cierto es, señor don Baltasar, que mi situación tiene bien poco de envidiable. Cuento ya sesenta años, y llevo treinta y cinco de médico de partido, sin un solo día de descanso, sin una sola noche de dormir con tranquilidad... No tengo un vicio de que arrepentirme... ¡ni siquiera fumo!... Como lo que me dan; a veces... nada, porque no lo hay... Gano una miseria, y ésa mal cobrada; me debe este vecindario más del tercio de mis sueldos desde que vine... ¡Lo juro por Dios que me oye! Reclamo las deudas, y casi se ríen de mí los deudores; porque lo que se niega al médico no se toma a pecado. Ya se ve, ¡gasta levita! ¡Si ellos supieran que no hay maldición que pese tanto como la levita de los pobres!... Pero si no me paga el concejo, tengo consultas, apelaciones... Es verdad: de higos a brevas llega a mi casa un enfermo de algún lugarejo de los más cercanos (cuando no le vuelven desde el camino con calumniosos informes los que aquí no me quieren bien); me entretiene hora y media para explicarme mal lo que le duele; gasto yo cerca de otro tanto en decirle lo que es y cómo debe curarse; le pido al fin tres pesetas por mi trabajo; parécele mucho, y empieza a llorarme desventuras; y por no perderlo todo, tengo que conformarme con la mitad... cuando no me la queda a deber para no pagármela nunca. Alguna que otra visita cae fuera de Robleces... Pues ande usted legua y media a pata, porque nunca me dio el oficio para el lujo de una caballería de las peores... ande usted legua y media así por montes y barrancos, y otra legua y media de vuelta; sude usted los hígados y eche la entraña por la boca, o métase usted en el barro hasta los corvejones y cálese de agua hasta los huesos y tómese para regalo del estómago y compostura de los zapatos que ha roto, ese medio duro o esas cuatro pesetas que le valió la salida... Esta es la verdad... ¡la triste verdad!... Y viva usted así, señor don Baltasar, con cinco mujeres en casa, una de ellas tullida, y las otras... medio desnudas, desesperadas y hambrientas, porque son las hijas del médico y no pueden ir a ganar la comida sallando los maizales del vecino... No tengo deudas, es cierto; pero falta saber si podría tenerlas aunque quisiera. Al labriego más pobre no le niega nadie una peseta; porque, cuando menos, tiene un azadón que lo vale; el médico no tiene nada, nada con que responder, si no es la negra cruz de su levita... De esta manera ¡bueno está de considerar! la vida no es vida, la salud se quebranta... el humor se ennegrece... falta muy a menudo la paz en la familia; y a fuerza de ver uno pura tiniebla donde quiera que pone los ojos... créame usted, señor don Baltasar, casi tengo por afortunados a los pobres enfermos que acaban entre mis manos...
También era triste, bien triste, la voz de don Elías cuando hablaba así, y también acabó de hablar brotándole gruesas lágrimas de los ojos; pero éstos no chispeaban ni aquélla era forzada y teatral como la otra vez, por obra de un sacudimiento del organismo impresionado por una visión histérica. El último relato era la realidad, un pedazo de la vida del relatante; y las lágrimas que lloraban sus ojos, venían derecha y sosegadamente del fondo del corazón. Pero como esta vez no se trataba de millones estafados, don Baltasar no se interesó poco ni mucho en aquel triste capítulo de la historia del médico; lejos de interesarse, y mucho más de conmoverse, alzó la cabeza que había tenido apoyada sobre las manos, y manifestó sus impaciencias inclementes con un nuevo horconazo en el suelo y estas palabras, bien duras de acento:
-¡Al caso, don Elías, que me voy aburriendo y tengo que hacer!
Y a echarse iba en él de golpe y porrazo don Elías, después de suspirar muy hondo, cuando entró Inés en la sala para advertir a su padre que le llamaban abajo, no sé para qué menesteres.
-Pues ya hablaremos en mejor ocasión -dijo don Elías dispuesto a marcharse, después de haber saludado a Inés y al ver que don Baltasar se levantaba de la silla.
-De ninguna manera -respondió el Berrugo, obligando al médico a que volviera a sentarse-. Tengo ya empeño en conocer esa mina que trae usted entre cejas, y hoy mismo ha de ser, porque no respondo de hallarme con tanta paciencia otro día. Acompáñale tú, Inés, que vuelvo pronto.
Salió don Baltasar, quedóse el médico, y se sentó a su lado Inés con la misma indolencia, el mismo ropaje y la propia traza con la que vimos la noche antes entrar en la cocina y coger los peces por el rabo.